Herencia

El niño es pequeño. Va amarrado al caballo. El cincho se suelta. El niño cae de cabeza al piso, pero por ir atado golpea con su cráneo todo el camino. Marca con su sangre las piedras. Deja parte de sus pensamientos, su movilidad, su futuro entre las patas del animal. Pablo, el hermano mayor, lo mira. Los adultos corren, gritan, se confunden unos a otros con instrucciones encontradas mientras de la cabeza rota gotea el cerebro. Ya no podrán decir que es inteligente, el más inteligente. El niño agoniza desde hace días. Pablo se siente ya casi el hijo único. Pero el niño no se muere del todo. Queda hecho un desfiguro, un muestrario de remiendos, un chueco, un tartamudo, un tuerto, un pintor, un éxito, un nombre de referencia, un genio. Y Pablo… oh, sí, Pablo. Es el que empuja la silla de ruedas.

Expedición

Sabemos por otros que sí han podido llegar a la mancha antes que desaparezca o se la lleven, que no es fácil estar en su presencia. Mucho menos retratarla. Muchos se han desmayado o dejan de tener noches tranquilas por el resto de su vida después.

Pero no cejamos en nuestro empeño aún cuando suene inútil o absurdo, como algunos lo han calificado.

La expedición para ver la mancha parte muy temprano.

Estamos inquietos desde que salimos de casa y aún más al acercarnos al punto de encuentro. El guía se muestra seguro de sí mismo, pero tenemos claro que cada mancha es diferente y puede provocar las más diversas reacciones.

Caminamos con cuidado sobre la banqueta gris, procurando no pisar raya. Vamos tomados de la mano, cargamos con nuestras mochilas y cámaras fotográficas.

El lugar donde la mancha yace -si aún está ahí- se encuentra a varios kilómetros de distancia. Debemos ir a pie, según dictan las reglas del guía.

Se nos advirtió que no siempre hay suerte y puede ocurrir que la mancha no esté en su sitio.

Los automovilistas nos miran. Alguno toca el claxon.

Para ellos la mancha no es importante y saben que cuando algún grupo sale así como nosotros, tomados de la mano por las calles, es para verla.

Ellos no lo entienden porque raras veces tienen la oportunidad de caminar.

Desde nuestra perspectiva el mundo se ve diferente. Todo adquiere otro ritmo y lo pequeño cobra importancia.

La mayoría de los que venimos aquí lo hacemos porque un buen día nos topamos de golpe con el estupor. Y más que ver, percibimos la mancha. Queremos entender esto. Si no fuera porque otra mano da fuerza a la nuestra, ninguno de nosotros podría estar aquí.

El guía tiene toda la autoridad. No se admiten comentarios ni sugerencias sobre dónde ir o qué hacer al llegar el sitio. Se precisa confiar en él y abandonar nuestros pasos bajo sus indicaciones.

Pero el guía también es un ser falible. Algo como una simple ráfaga de viento o un grito de su conciencia pueden desviarlo de la ruta y provocar que el grupo entero se pierda. Es decir, que no solo no lleguemos a donde está la mancha, sino incluso que no pueda regresar cada uno a su origen.

Y nadie cuestiona cómo él sabe o escoge el mejor camino o la mancha del día. Porque hay varias manchas, siempre, en diversos sitios. Eso dicen.

Nos percatamos de la cercanía del sitio porque hay mucho barullo alrededor. Ya habíamos oído decir que siempre que hay una mancha todo se descontrola.

Nuestras manos están sudorosas y tiemblan. Nos hemos puesto de acuerdo para no tomar fotos. Cargamos nuestros equipos porque veníamos decididos a llevarnos una buena imagen. Pero creemos que podríamos dañar la mancha. Herirla.

No sabemos si podremos ver la mancha todos al mismo tiempo o tendrá que ser por turnos. Nos angustia pensar en separarnos.

Un grupo desordenado nos precede. Mucho ruido, incluso llantos.

Esta vez no hubo error. Sabemos, tenemos la certeza de que unos pasos más y estaremos frente a frente a la mancha.

Cuando el guía confirma que nuestra caminata ha concluido, que ahí está, cerramos los ojos.

En Guinness

Seker ya tiene siete años y sabe jugar basket-bol, béisbol, billar, críquet y atrapa aros con las patas delanteras, con la cabeza y con el hocico. Además es capaz de distinguir diversas herramientas. Un desarmador, por ejemplo. Su dueño se muestra muy orgulloso de él. Dice que nunca ha recibido entrenamiento especial. Ni él ni el perro, claro. También dice que es el principal admirador de Seker. En el reportaje también aparece la esposa. Del dueño. Seker no tiene pareja aunque se ha apareado algunas veces con perras que ciertos hombres han llevado y terminan pagando por sus favores. Pagan muy bien.

Pero esto no se vio en la tele, ni nadie lo mencionó. Seker y su amo son felices. O tal vez se deba decir que él es feliz con Seker. Ella, la esposa del dueño de Seker no es tan feliz como ellos. Todo empezó cuando a él le dio por hacer arreglos en la casa. Seker aún era un cachorro cuando obedeció a la orden de sacar un destornillador de un sitio difícil. Quién sabe cómo fue que el perro supo a qué se refería su dueño, pero lo hizo. A partir de ahí, él grito a los cuatro vientos que su perro poseía una inteligencia extraordinaria y se dedicó a enseñarle cosas nuevas todos los días. Dejó de ir con los amigos. El dueño, claro. Dejó a la esposa a cargo del negocio de mermeladas del cual eran propietarios, con tal de pasar juntos más tiempo. Él y Seker. Si arreglaba el jardín o mantenía en buen estado el porche y la cerca, todo era con base en Seker y su aprendizaje. Hasta desocupó el garage, que durante años guardó aparatos electrodomésticos averiados, arreglos de navidad y su colección de revistas Playboy. Colocó ahí una mesa de billar, y aunque sus amigos le suplicaron, solo pudieron jugar en ella una vez que Seker demostró sus habilidades. Nunca más volvieron. Se levantaba temprano y desde esa hora vestía ropa deportiva. Dejó de usar pantalones y camisas. Llegó a desear que alguna marca de tenis se interesara en él y su perro y volverse famoso apareciendo en anuncios en blanco y negro. Pero Seker también se cansaba y quería dormir. Una tarde que ella llegó, encontró a los dos en el sofá. Él roncaba y Seker movía las patas como si corriera. O al menos eso le pareció a ella, pues estaban cubiertos ambos con una manta de cuadros de colores tejida a mano por su abuela materna. La abuela de ella, claro. Y supo entonces que algo estaba mal: esa manta era la de la reconciliación. Así le llamaban ellos, pues cada vez que tuvieron alguna discusión, se envolvían en esos colores, se perdonaban y se abrazaban. Había ayudado a mantener bien su matrimonio por muchos años. A partir de ese momento comenzó a observar con cuidado a su marido y su relación con su perro. Pasaban el tiempo juntos: iban de compras, al parque, a lavar el auto. No lo había notado, pero cuando él iba a la tienda de mermeladas, Seker esperaba en el auto. Había fotos, juguetes o aditamentos deportivos del perro por todos lados en la casa. Las reuniones familiares giraban en torno a sus logros de los últimos días. Ella, entonces, intuyó lo que tenía que hacer. Compró la golosina favorita de Seker y cuando llegó a casa, disimuladamente le dio una de esas galletitas. Hizo lo mismo los días subsecuentes y comenzó a ser muy puntual con la hora de regreso a casa. El paquete era grande, así que Seker comenzó a esperarla. En los minutos previos a su arribo el perro ya no quería jugar ni críquet ni billar, ni siquiera ir por el palo. Se sentaba en el porche a esperar a que ella llegara. A él le extrañó, al marido, claro, pero ella dijo que no tenía por qué, pues ella también lo quería. Al perro. Y ahora que Seker era un profesional, pues se daba tiempo para la familia. Además de la golosina, comenzó a acariciarlo. A Seker, por supuesto. Le frotaba el lomo, primero con fuerza pero luego comenzó a ser más sutil. Le hacía piojito en la cabeza, en las orejas. Llegó a frotar su nariz contra la nariz húmeda de él. Seker pasaba ya no solo unos minutos en vilo, sino toda la tarde. Él estaba desconcertado. Le compró nuevas pelotas, un bate más liviano, un frisbie azul. Nada. Seker esperaba con frenesí el arribo de ella a la casa. Y bueno, es que las caricias ahora incluían pases largos por el exterior y el interior de las patas. Él llegó al grado de enfadarse con Seker una tarde que invitó a sus amigos y el perro no le hacía caso pues estaba en el porche aullando porque no llegaba ella. Y es que las manos de ella ya incluían también el pecho y la panza. De hecho ya no le importaba la galleta cotidiana. El martes ella se enfermó y él tuvo que atender el negocio. Pretendió llevar a Seker pero el perro no quiso. Gruñó y lo miró fijamente. Él no comprendía el porqué de la actitud de su hasta hacía muy poco, fiel compañero. Lo dejó en casa y partió. Seker estaba a solas con ella y aprovechó la ocasión. Con su mano (ella, claro) dejó al perro exhausto. Y se lo dijo a él. Y le exigió que lo castrara… el marido al perro. Ahora Seker está muy contento porque lo dejan dormir y comer todo lo que desea. Él y su dueño ya no salen en la tele y ella está bien.


Había una vez

Los elefantes caminan a la orilla de la mar. Son cuatrocientos.

¿Te acuerdas?, dice Farabeuf.

Tintin no contesta, pero se sonroja: en realidad a quien recuerda es a Margarita imaginando con embeleso las huellas de los paquidermos en la arena, una vez que un tal Manuel la puso al tanto del hecho.

Tintin no existe para esa chica, a pesar de su fama de joven valiente y emprendedor.

De la misma manera que Margarita no existe para Farabeuf, quien está aquí porque fue llamado ex profeso para explicar-tratar-curar la manía de una princesa por hacer largos viajes nomás para robarse objetos que no le pertenecen, bajo el pretexto del diseño de joyas.

Ahora, el célebre doctor está demasiado ocupado con el guijarro que encierra su mano y la nausea que le produce pensar lo mucho que esa piedrecilla resistió tras ser pisada por todos los elefantes que acaban de pasar.

Además el rey no sabe ni sabrá nada de lo que ocurre.

Y aunque la historia será contada de diferente manera, los únicos que en realidad se divierten esta tarde son los animales.

   
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