MANDRÁGORA

Al llegar a las tierras de donde no continúa viaje alguno, las costas terribles de Finisterra, se encuentra una rara mezcla de planta e hijo de los dioses que recibe el maléfico nombre de Mandrágora. Todo en ellos es pestilente, y provoca daño a quien lo busca y encuentra. Se sabe que son pequeños hombres que escapando del vientre de sus madres, se hunden voluntariamente en la tierra, con el fin de echar raíces y no pertenecer al mundo, ni al culto, ni a familia, ni a oficio, ni a tradición alguna. Estos seres, varón o hembra de acuerdo a la orientación del lecho materno al momento de parir, generan una rara flor solanácea que despide un tufo a carne pútrida, y en el solsticio en verano se llena de colores imposibles: del magenta colorido del sexo femenino al gris de los cielos antes de la nieve. En esos días donde la luna huye más veloz del firmamento, los viejos dedicados al embrujo sobre los hombres, buscan y recolectan este raro prodigio. Se necesita, según las palabras del profeta Elías, de un par de brujos para producir la fuerza necesaria para asirlos de un solo tirón. La tierra que los rodea se ha habituado a sus humores y luchará contra que le arranquen a su preciado hombre no crecido. Al ser expuesto a los rayos de sol dejará oír un berrido o canto, según la antigüedad de su reposo, capaz de perturbar a las vírgenes y a los sodomitas. De ahí que sean necesarios los puros de corazón y febriles de cuerpo para aquietar a la bestia, que se retorcerá y llorará hasta producir el asco de sus captores. Se sabe que su carne produce el vigor de tres toros sementales y el sopor de masticar mil hojas de las alturas.

PÁJAROS CANTORES DE LA TRISTEZA

Wang Fu, célebre cronista del amo de todo lo creado bajo los cielos emprendió un viaje con la esperanza de terminar el catálogo de los prodigios que su emperador, el cuarto señor de la dinastía Han, le había encargado hacía ya cinco años. La paciencia de su señor no superaba los siete, por lo que con el temor de los que todo lo pierden ante la voz de su amo, tomó una gran provisión de papel de arroz, el mismo arroz que faltaba en las casas pobres de Hanoi, grandes cajas de tinta de bambú, y partió hacia el sur. Tomó datos de grandes animales que no eran conocidos en la corte, supo de una tortuga nacida a los ochenta años, como Lao Tsé; de un ave que resucitaba bajo un fuego azul y que había provocado la locura de un viejo griego. Caminó por meses, se alimentó de garzas de infinitos colores, de ranas de escarpado lomo, y bebió aguas de tres diferentes ríos.

Una tarde decidió seguir hasta el país donde el sol nace, y preguntar a los hombres de piel ceniza si conocían algún prodigio que su lengua pudiera dignificar con la escritura vertical. Se enteró de los espíritu zorro, demonios protectores de los ladrones y los taimados. También de gallinas de dos cabezas que circulaban las noches de luna llena alrededor del palacio del Shogún de Osaka. Nunca pudo avistarlos y consideró que eran no más que un cuento de mujeres al momento de bordar los finos brocados del kimono patriarcal. Desalentado, regresaba a la tierra del emperador de los cinco mil años y de las diez mil criaturas. Era verano y los niños jugaban alrededor del gran lago Ukisima, cerca de Kyoto. Una escena de singular belleza sucedía por la caída de las flores de cerezo en la avenida que bordeaba el lago. Conmovido esperó a que el sol terminara de ocultarse para seguir su camino. Para su deleite, de las profundidades del lago emergió una bandada de Hai Riyo, pájaros dragones que servían como mensajeros a los dioses del atardecer. Al bordear la orilla donde se encontraba Wang Fu, los Hai Riyo iniciaron un canto único que sostenía la misma melodía en una espiral de sonidos. La gente de Kyoto sabía que escuchar ese canto llenaba el corazón de una infinita tristeza y traía desgracias para todos los moradores del país. Por tanto, los niños, al avistar a las aves de barbas de serpiente, corrieron a casa a taponar sus oídos con cera de abeja. Solo Wang Fu escuchaba extasiado a los pájaros dragón, sin reparar que su alma perdía vigor y encontraba todas las cosas iguales y carentes de sentido. De pronto para Wang Fu los pedidos de su señor eran tonteras caprichosas de un niño mimado, el cielo mismo y sus dioses no eran sino una exigencia inútil, todo era vano y vano era desearlo todo. Convencido de que su labor no tenía propósito, porque ninguna lo tenía, tomó su pergamino y emprendió una caminata hacia el centro del lago, con la esperanza, también vana, de fundirse con la armonía de la voz de los Hai Riyo.

   
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