ELLA ERA UN POCO MAYOR

Como en todos, hay en mi vida una mujer catorce años más adelante de mi edad que le chupó la miel a mis diecisiete primaveras. Eso, cuando yo tuve diecisiete primaveras y me preguntaba ¿por qué no diecisiete inviernos, diecisiete demonios, diecisiete cazuelas de mole poblano en cada hueco del hambre?


Hace ya más de veinte años de aquello, cuando yo no pensaba que llegaría la edad en que yo perseguiría a las mujeres con diecisiete años menos de los que ahora tengo. Yo andaba de patalarga, conociendo el esqueleto del mundo y descubriendo los asombros de la vida. Yo miraba mujeres a la orilla del camino y las miraba desde todas las ventanas de entonces. Yo me sentía con el deber de amarlas a todas, y todas se me escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenas de lumbre y la mitad llenas de Lorca. Debo decir que yo quise mucho a esa mujer y, como Neruda, ella también me quiso. (Ya no la quiero, es cierto, pero la quise como se quiere a una pieza de pollo cuando las hambres son más cabronas).
Ella supo de mis hambres y de mis placeres, alimentó mi ansiedad por la vida y el estómago arrugado. Le doy las gracias por las once mil maneras en que me dio el placer de conocer, en el suyo, el amor de todas las mujeres. Le agradezco el insomnio y los otros padecimientos. Con ella repasé las calles de una ciudad tan bella como cualquiera. Nobles recuerdos, nada más, como para recalentar la garganta.

ANDAR DE VEINTISÉIS A LOS CUARENTA

Pero algo invierte las cosas, como es natural, y uno acaba, a los cuarentaitantos, persiguiendo a las nínfulas de veinte.
Para decirlo con precisión, me enamoré de una de veintiséis nueve semanas, dos días y algunas horas. Para decirlo de otro modo, se despertó un gato con rabia y me arañaba al mediodía, me arañaba en la tarde y al anochecer se iba a dormir abajo de mi almohada. Era yo ni más ni menos que el retrato de un alma que se volteó al revés, igual que se voltea un calcetín costura afuera.
Ella no era culpable de tener la clase de ojos que me dan cosquillas. A la semana y media ya no me iba gustando: la llevaba en la camisa todo el pinche día, en las arrugas del pantalón, en el reloj y en el páncreas.
Ella no fue culpable de regalarme una mirada y luego dos y luego un gesto que debe ser natural, como dar los buenos días o hablar de dinosaurios, pero que un demente como yo traduce como señal inequívoca de entrega. Y sólo estaba diciendo buenos días y hasta mañana. Lo juro y lo perjuro.
Y al cumplirse dos semanas yo tenía vértigos de impaciencia por sembrarle el hijo que nunca nacería, por mojarle el pecho con mi sudor helado, por llenarle las orejas de historias tontas y falaces.
Antes del mes había renacido el joven que fui trepándose a las bardas y me puse a recordar que Julio Torri se lanzaba en bicicleta en pos de púberes canéforas (por lo menos lo platican) y me sentí de aquella especie en extinción.
A las ocho semanas ardía de fiebre. La buscaba en
todas partes y a todas horas y lamentaba que nadie, ni
las piedras, nos vieran caminar por esas calles, bajo
los cables de luz, por los jardines. Qué sensación de
estarse desgajando.
Pero las aguas volvieron a su cauce. La realidad se
impuso, como dicen, y ella lo dijo claro, paloma
blanca de adiós: eso ya no se puede.
Qué risa y qué chulada, mi noble corazón
apasionado.

PLAÑIDOS DEL VACANTE

Cuando uno pierde la frecuencia de estar enamorado, está canijo. Hay voces que no sirven para nada, cantos y todo, con vacío.
Cuando uno tiene el amor vacante y no sabe dónde ponerlo, el amor se pone sus ropas olvidadas y se va por ahí, como un soplo que apesta de tan triste, que hasta los zapatos y los cabellos quisieran abandonarlo a uno.
Cuando uno no sirve para poner caricias temblorosas en los hombros, en cada milímetro de piel, en cabellos alterados, está de luto.
Por entonces se le ponen a uno las tardes largas, los ojos brilladores y la sonrisa mortecina. A uno le da fiebre sin querer. Uno quisiera comer bocanadas de sexo. Uno va como nube perseguida, como leche que hierve... Y aunque uno tenga humor sin impaciencias, la cosa no se lleva.
Lo de veras más triste, casi lo peor, es cuando uno tiene la soledad abandonada, y los insectos de la sangre bullen, y los ojos no atinan a poner una mirada firme, y las piernas se oscurecen de abandono, y el pensamiento también abandonado.
Entonces uno debiera convertirse en agua, en gotita veleidosa, en miligramo de rocío, en charco, para soltar una tristeza que humedezca al mundo... Uno debiera ser bostezo de niño, aroma de recién bañada, trino ancestral, pie de espuma, hoja cualquiera...
Y así las cosas, lo mejor es volver a enamorarse, encontrar los ojos que se parezcan al sueño más estrepitoso, y hasta beberse una copa de rompope.


Y esto sucede con frecuencia: uno anda, vale decir, de grito en pecho. Como si no se diera cuenta nadie. Con una esponja inmensa. Sin una sola calma. Una garganta en medio sustrae todo lo que se puede y nada de las costillas, nada de los retazos de piel, ¡nada!, ni la vejiga ofrece resistencia.
Entonces pueden partirlo a uno en pedacitos y uno puede hacer solamente nada: solamente los ojos de uno y algunos pensamientos - casi muy pocos, casi una brizna, un cachito de espina - habrán de hacer recuento. Lo demás ya puede retiñir, hacerse ruido, o una lonja asesina que se divierta a gritos, o un serpentín macabro puede lanzarse al aire. 0 lo que quieran. Y si quieren saber, a veces se anda de punta, el alma convertida en una aguja. Que nadie intente despedazar, entonces, el horizonte de uno (muchos demonios indecentes pudieran protestar). Sólo se va uno abriendo un poco el pecho. Valga la observación.

Lo mejor es cuando uno deposita cargas de amor en un seno caliente. Todo palpita abajo de la piel. El sol, la lluvia, las hojas salpicadas, la tarde, la hora del cine, el trayecto en autobús, todo se muestra en importancia. La sonrisa se le pone a uno en las mejillas, los zapatos brincan solos de tan a gusto. Es una sensación de no Ilevar nada puesto, ni una hormiga. Y entonces sí, señores, señoritas, ciudadanos en general, ¡que se enciendan las luces!, ¡que todo sea en caliente! ¡En momentos así puede tronar el mundo! ¿Qué les puede pasar a dos enamorados?

Alejandro Ariceaga (1949). Nació en Toluca. Ha hecho periodismo cultural desde los 60's (Revista Mexicana de cultura de El Nacional, La cultura en Mexico de Siempre!, El Universal, El Sol de Toluca, Rumbo del Estado de Mexico, cAmbiAvíA, y otros periódicos y revistas). En 1983 funda el Centro
Toluqueño de Escritores
que coordina durante
catorce años. Ha sido Jefe
del Departamento de
Literatura y Jefe del
Departamento de Ediciones
del Instituto Mexiquense de
Cultura. Entre sus libros
publicados están Cuentos
alejandrinos
(1968), Clima templado (novela, 1983), Ciudad tan bella como cualquiera (relatos, 1983 y 1985), Bustrófedon y otros bichos (cuentos, 1995) y Placeres (textos, 1996). Es autor de las antologías Estado de México, donde nadie permanece. Poesía y narrativa (CNCA, 1990) y Literatura del Estado de Mexico. Cinco siglos, tomos l y II (Gob. del Edo. de Méx., 1993).

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