Luz de los otros
Luis Armenta Malpica

Acuarimántima

Tal vez la muerte sea imposible
y el truco consista en vaciar la mirada
para salvar el ojo.
Tal vez tu mano forme parte de la mía
y el truco consista en ponérmela al margen
para que yo haga un mundo.
Tal vez el hombre sea el hombre
y el truco consista en publicar un dios
para que el hombre sea todo.
Roberto Juarroz

ASCENDENCIA —O DE LA UNCIÓN DE LA SERPIENTE*

MIL

La historia empieza, desde la oscuridad, con el deseo: serpiente.
Hay una gran serpiente en cada día del hombre
que se agazapa y nos mira.
La bestia está en nosotros. Y está Dios.
¿Y no será mejor para los hombres creer en el deseo, que la condenación
antigua: volverse árbol, serpiente, roca eterna (este Dios que no vemos
ni escuchamos)?

El deseo no es un canto. El deseo quebranta e inmola a la serpiente.

En aquel tiempo del agua me disgustaban sus ojos ¾pensaba que nos envilecían. Cuando vi a dos serpientes gozarse sobre el musgo, no pude reprimir darles un golpe. Fui condenado a padecer la locura del ciego.

Sobre mis ojos velan, de nuevo, las serpientes.


MILIUNO

En estos ojos he grabado flor y fiera, aullido, voz y petrificaciones
para cuando el silencio y la sombra me posean.
En vano el sol o el agua se quedarán intactos cuando cambie mi suerte.
Amor y miedo son propiedad del hombre. No más: un hombre que no sabe
qué hacer con tanta vida ¾si vivirla o matarla
pues les hablo de un hombre inconfundible
el hijo de la luz que ya es
un ciego.
Venga otra vez la luz.
Repte sobre sus cuencas.

Mi sangre fluye a veces por las venas de otros hombres.
Son ellos mis oráculos.
Ahora soy joven, pero fui concebido bajo el triste destino de los ciegos.
El mundo es más viejo que Dios:
es su memoria
pero él se ha demorado en avistarme

-quizá tenga mi edad

un fado igual de antiguo.

He descendido a mi infierno... y vi la luz de la hoguera
por la que me levanto día con día.
Sobre mí velará también
un ángel.

MILIDÓS

¿Qué bestia soy ahora, qué roca somos todos, si el deseo más secreto de la sangre ya existía mucho antes de que todo naciera y estuviera sentenciado? La roca ya lo sabe, por eso no se mueve. Soy un ciego, pero he visto otros días. Así hubiera debido vivir yo, a lo largo de tanta tierra firme, cuando tenía mis ojos. Y no dejar los bosques, no hacer caso de los muchos oráculos... Pero todos tenemos una piedra de infancia. Y por mucha distancia que uno ponga, volvemos a su ruta. Entre piedras hicimos lo que somos.

Aquí la roca fue tan solo el deseo, bajo todas las formas y manifestaciones. No hay un dios por encima del Señor de la piedra. Es la roca, te digo. Muchos dioses son fieras. La serpiente es el dios más antiguo; en él repta la vida y en él pica la muerte. ¿Qué Dios puede encarnar y comprender todo esto? El hombre lo ha encarnado; llegó a vivir en él, como buen nadador en el océano, pero envejece: ha tocado la piedra.

La roca no se toca con palabras.

MILITRÉS

Las serpientes no mueren. Lo que muere es el miedo que te infunden. Y lo mismo sucede con los dioses: cuando dejemos de temerles, desaparecerán.

Como hombre hice menos que ser árbol: soy un lobo; solo me falta aullar y agazaparme. Todos tenemos días en los que, si alguien nos tocara, aullaríamos y nos lanzaríamos detrás de su garganta. ¿Qué nos salva de ser también mordidos?

Yo conozco el camino de la sangre. Los dioses no me añaden y no me quitan nada. Con el más leve roce nos clavan en el lugar que viven. Lo que antes era roca y antes fuera sendero, se revela como nuestro destino. Esto es saberte un lobo.

Digamos, pues, que viví como un lobo, pero al morir y mirarte comprendí que era un hombre. Lo digo con los ojos.

Hay una paz más allá de la muerte. Una suerte común. Le importa al hombre. Le importa al lobo que hay en todos nosotros. Y nos tocó matarlo. Sigamos por lo menos la costumbre. Dejemos a los dioses el agravio. Volveremos a casa con la mirada limpia: no perdió transparencia.

MILICUATRO

No hay dioses en el campo. Permanece la tierra, la madre, la gruta que siempre nos aguarda y resarce la sangre. Esta noche, extranjero, estarás en la gruta. La gran ballena blanca te mostrará el camino.

No te comprendo, huésped. La nube, la roca y la gruta tienen el mismo nombre para mí; no se me apartan. La sangre que la madre nos ha dado la devolvemos en excremento, en muerte.

En verdad vienes de lejos. Esos tus dioses son una estirpe inmortal. Han vencido a la selva, a la tierra y sus serpientes. Y arrojan a la gruta a los que, como yo, han regado su sangre para nutrir la tierra. Porque la madre no es solamente tierra; como he dicho, extranjero, también es nube y agua.

MILICINCO

Ya encendían las fogatas antes de que tú y yo naciéramos. Cuentan las viejas grutas que una noche llovió sobre las piras. Pero fue cuando el hombre era más justo. Si alguno hacía llover, el agua era de todos. Bastaba un hombre por alguna montaña, por cada pueblo o roca.

¿Jamás te has preguntado a dónde van los viejos dioses que el mundo desconoce, por qué se hunden en el tiempo, como piedras en la tierra, a pesar de ser eternos, pero no la serpiente?

En el viejo mundo de los dioses, la serpiente tuvo nombres pavorosos. Alguno de nosotros resistió a los nuevos dioses; dejó que los nombres se hundieran en el tiempo. Todo cambió y quedó igual; no valía la pena disputarle a los nuevos el destino; muchos iban al mar… pocos, al bosque.

No hay que hablar de las cosas del destino con un hombre. Ellos creen haber visto hasta la última piedra de su mundo. Es tan breve su vida, que no aceptan tropezarse dos veces con su infancia. Morir sí es un destino para ellos, una repetición, una voz conocida. Pero esperan un cambio. Otro renacimiento.

MILISÉIS

La bestia está más cerca del hombre inteligente y valeroso. La bestia que come, se ayunta y carece de memoria.

Muchos nombres me dio la madre tierra. Y cada vez distinto. Desde un principio fue como el nombre de una bestia; poco a poco se dio cuenta de que eran sílabas de una misma palabra. Era una lengua madre: un Terramar. Me llamó con los nombres de las diosas, de la roca y las cosas de la vida. Fue luchar contra mí, contra el destino.

Ningún hombre nos comprende a nosotros y a la bestia. He visto a tus hombres. Convertidos en lobos o leopardos, siguen rugiendo como hombres: su furia no es mejor ni peor que el amor que profesan. El hombre mortal solamente tiene esto de inmortal: el recuerdo que lleva y el recuerdo que deja. Nombres y palabras son el mismo deseo, la misma lengua doble de nuestro dios serpiente: no declinó su fuego.

MILISIETE

Hubo un tiempo en que la tierra no conoció más que diosas, una diosa: era el sol, la madera, era la mar. Y ante la diosa, los dioses y los hombres se postraron. Entonces la mujer ¾una mujer¾ huyó del hombre y se encontró a una bestia. No fue culpa del hombre. Fue la sangre dañada. Era el crimen, el caos.

El que mata es un nuevo dios. Uno puede degollar dioses y toros en la gruta, pero no puede matar lo divino que llevamos en la sangre. Y es que uno se convierte en lo que mata.

MILIOCHO

En este bosque nuevo no se habla de la madre, ni de aquella mujer que alguien ha conocido. Dime cómo eran. ¿Es que acaso también venían de Atlantis? ¿Era su piel de hielo al rojo vivo, al igual que la nuestra? ¿Es cierto que nacimos de una mirada descongelada suya?

Pero todos morimos por el arte de una madre; todos, por sus hechizos. La cabeza de cada uno de nosotros acabó cortada y arrojada en un estanque. Alguno de nosotros, que ya es viejo, vio a sus hijos sacrificados por la madre furiosa que cerraba los ojos o los endurecía.

¿Qué dijimos nosotros, los destructores del dragón, los señores de la Atlántida nueva?: se hace el mal para ser grandes, para ser dioses. Y fulgía Acuarimántima [una Jerusalén de poesía] a los lejos ¾según Barba-Jacob. Despojados de togas y de cetros, de profetas y druidas, nos pusimos la clámide del río y fuimos tras el dragón de oro. No bastaban el edén submarino ni la santa escritura de Terramar. Inventamos, entonces, el anzuelo. Soñamos la palabra primera, la denominativa de la madre. Quisimos una gruta hecha de roca pura, de cristal y de uranio: el árbol de la ciencia.

Volvimos al miliuno: un huevo de serpiente.

MILINUEVE

Mi nombre de hombre es nada. Pero tú, ¿cómo quieres que te llamen? Cada vez es distinta la palabra que te invoca. Eres como una madre cuyo nombre se pierde con los años. Eres una serpiente cuya muda de piel repta y se escapa tras sus primeros huevos. ¿Por qué en lugar de nombre, te cantamos?

Las cosas que tú dices no tienen el fastidio de lo que ya sabemos. Les das nombre a las cosas para hacerlas distintas, asombrosas; sin embargo, queridas, familiares como una voz desde hace mucho tiempo silenciada.

Yo te creo, porque todo lo llevas en los ojos. Y el nombre que las aves te dan no puede impresionarme. Lo recuerdo. ¿Qué cosa es el recuerdo si no huella indeleble? Las aves te conocen, pues antes fueron peces. Después que fueron peces, reptaron por la tierra. Y mientras fueron peces, reptiles y serpientes, ornitorrincos y aves, dieron a luz millones y millones de huevecillos de oro. Su pasión repetida fue el recuerdo.

De estos nombres, de tantas bestia y madre como has sido, solo queda el dragón: la unión de la serpiente con el ángel.

Las bestias nacen y mueren como las hojas. A nosotros, los hombres nos ven escabullirnos entre ramas y entonces creen que tenemos no sé qué de divino -que como huimos a escondernos, somos la vida que perdura en el bosque. Nos buscarán, te digo. Es su última esperanza. ¿No sabes lo que es una esperanza? Creerán que el bosque donde estamos no podrá ser hundido nuevamente. Se dirán a sí mismos que todos, en absoluto todos los hombres no podrán extinguirse; de lo contrario, ¿qué sentido tendría haber nacido y habernos encontrado?

Escucha este venero. También nosotros estaremos mañana bajo el agua. Y tú, que gustas de mirar tanto, verás cosas tremendas. Menos mal que nosotros no podemos morir sin que nos maten. Y el hombre contará con dragones de vapor para moverse, pues no creerá en el agua. Inventará las bombillas eléctricas, pues no podrá alumbrarse con sus ojos. Creará los discos duros. Se olvidará del mundo. Y le vendrá la muerte desde el hombre.

Esto será el diluvio: morir tantos que nadie quede ya para saberlo. Así sucederá. Y vendrán a buscarnos, nos pedirán que los salvemos y querrán ser iguales a nosotros, a las plantas, las piedras ¾a las cosas sensibles que forman el destino. Se salvarán en ellas. Cuando el agua se retire, emergerán las piedras, los troncos y los pájaros como antes. Y los mortales pedirán seguir vivos. Serán bestias salvajes. Serán dioses.

Matarán a los dioses para verlos nacer con forma humana. Contarán a sus hijos un pasado para escapar de la muerte de sus padres. No hay más que estas dos cosas ¾la esperanza, el destino.

También ellos sabrán algo mañana. Y las piedras y las tierras que un día volverán a la luz, no vivirán solamente de esperanza o de angustia. Verás que el Mundo Nuevo tendrá algo de divino: no se ancló con el fango.

DOS MIL

[Estela atlántica]

“Algo ya no es como antes. Nuestra madre lo dijo: «vendrá como la ventisca y las estaciones cambiarán.» Este hijo del Monte, que ordena con el gesto, ya no es como los viejos señores ¾la Noche, la Tierra, el viejo Cielo o el Caos. Se diría que el mundo está dividido. En otro tiempo las cosas ocurrían. De cada cosa llegaba el fin, y era un todo que vivía. Ahora, en cambio, él se hizo inmortal, y con él nosotros, sus siervos.

Pero que él, el celeste, que sobre el monte nos prometió estos dones, deje las cimas y se vaya a hacer hombre entre los hombres, no me gusta.

Lo dijo la madre, y lo dices tú mismo, que el mundo ha cambiado. No es la primera vez que el Señor de los montes desciende hasta los hombres. ¿Olvidas acaso que en tiempos remotos vivió, fugitivo, en una isla del mar, que allí murió y fue sepultado, como en aquel entonces sucedía a los dioses? Pero esto no significa que su gesto haya caducado. En cambio, caducaron los señores del Caos, los que un tiempo reinaron sin ley.

Antes el hombre, la fiera y también la piedra eran dios. Todo acontecía sin nombre y sin ley. Era necesaria la huida del dios, la gran impiedad de su exilio entre los hombres, y que luego creciera entre los montes, entre las selvas, las palabras de los hombres y las leyes de los pueblos. El niño renacido se volvió señor viviendo entre los hombres.

Se conoce a la bestia, se conoce al dios, pero nadie, ni siquiera nosotros, conocemos el fondo de esos corazones. Tienen un modo de nombrar a las cosas, de nombrarse a sí mismos, que enriquecen la vida. Donde quiera que empleen fatigas y palabras nace un ritmo, un sentido, un reposo. Por eso te digo que nos encontraron en la sangre. Si para los hombres la muerte es el fin y el principio, debían matarnos para vernos renacer como sus dioses. Los mortales relatan las historias con la sangre. Escúchame bien. Llegará el día en que lo pensarán por sí mismos. Y lo harán sin nosotros, con un relato. Hablarán de hombres que vencieron a la muerte. Ya han puesto en el cielo a uno de ellos; alguno desciende al infierno cada seis meses. Uno de ellos combatió con la muerte y le arrancó a una criatura... Compréndeme. Lo harán solos. Y entonces nosotros volveremos a ser lo que fuimos: aire, agua y tierra.”

Cesare Pavese

*Paráfrasis a manera de homenaje

-Cf. Diálogos con Leucó, C. Pavese. Trad. de Guillermo Fernández (UNAM, 1991)

Luis Armenta Malpica

Director de Mantis editores. Autor de trece poemarios publicados: Voluntad de la luz, Cantara, Terramar, Des(as)cendencia, Vino de mujer, Nombradía ―desde el hielo anterior, Ebriedad de Dios, Luz de los otros, Ciertos milagros laicos, La pureza inaugural, Mundo Nuevo, mar siguiente, Sangrial y El cielo más líquido.

Libros y poemas de su autoría han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano, catalán, rumano, portugués, árabe y ruso.

Ganador de casi cuarenta reconocimientos nacionales e internacionales en poesía, cuento y novela, entre los que destacan los premios “Clemencia Isaura”, “Efraín Huerta”, “Ramón López Velarde”, “Alí Chumacero”, “Benemérito de América”, “Amado Nervo” e iberoamericano de poesía “Continentes”. Expremio de poesía Aguascalientes, en 1996.

   
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