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Calles que asfixian semillas, recorridos que sueñan con memorias de andenes, parajes llenos de raíces aplastadas por el caminante que no conoce el rastro de sus huellas.


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La distancia ronda a estos seres ciegos. El tiempo se ocupa de fragmentar sus ansiedades. El andén juega a ser un paraguas de aliento. Es inexistente el roce, el presentimiento de la sombra. La palabra distribuye entre la muchedumbre voluntades sonoras de enamorados alientos, y ellos, con el vértice lluvioso de la espera dejan que sus párpados acumulen vías de silencio, punzantes extravíos, fragilidad en el telar nostálgico de la historia.


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Multiplico artificiales cerrojos, hablo de abismos, de puertas que sueñan con el fulminante recorrido de la distancia. Es la rutinaria caída de mis vértices que memorizan el andar del desorden, donde descubro que mis pasos te buscan. Este vaivén cotidiano me lía con palabras que acostumbra silbar el viento. Ocurrió alguna vez, qué importa el día, la fecha. Ocurre.


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Distancia. Tiempo. Andenes de palabras para este tiempo que se empeña.

Palabra.


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Caen en hilos de miel desfiles de caricias, permanencias de ecos, palabras de sombra. Se lustran distancias y despavoridas ausencias; se someten falsas alegrías a este desorden que anheló distraerse con la tranquilidad de la fuga. Camino de nuevo entre pausas, entre volátiles destellos que se lían a la cansada estructura del descenso. La palabra sigue ahí, frente a la humedad del cimiento, su disfraz viejo tiembla. Me encuentro en el andén, con la misma ropa de la espera. El corredor vive, habla de mis estancias verticales, de la mujer que juega con el imán de su rostro y se recuerda en los segundos de un primer beso. Me encuentro en el andén, en el mismo lugar.


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La palabra rígida cae en monótonos desfiles de plegarias; no logra memorizar distancias. La palabra nace estática, si el perfil visitado del andén se muestra. Busca silencio, es igual a aquella suerte de olvido ciega.


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Dejo que vuelvas, que la palabra te busque.


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Con los ojos vendados, en línea recta, llevo el molde de tu rostro en mis manos.


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El andén se multiplica en los espejos de la palabra. El encuentro habla reflejos.

El andén camina sobre la tarde. Estuve ahí, una y otra vez, estuve ahí. Multipliqué mis espejos de agua, una y otra vez el andén caminó sobre la palabra. La palabra es olvido. En los huecos ambulantes de la ciudad, nace el vaivén de la espera. Los alientos desalojan efímeras tragedias del pasado y el instante parpadea los espacios del andén que camina sobre la tarde.


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Fiel concedo huellas al desgarre. Nacen retornos diurnos y me elevo ciega, con el augurio ciego de mi sangre. Es el alma que se eleva con la palabra desgastada del desahucio, con los vicios del aire. Fiel me seduzco en el sofoco de las luciérnagas. La vía es lenta, sin tacto, define su andar con el lacio retorno de mis intentos. ¿Y la palabra? pupila viva siempre en desafío, aullando tras el incesante descenso de una danza incapaz de mezclarse con la humedad que busca el filtro de un roce, de una caricia que platica solamente de intentos, de espasmos iniciales. Soy tierra humedecida, vuelo que se roe en la sucia letanía de la fuga.


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Es el olvido. Aquí nadie habla, nadie sueña. La horma de mis zapatos se desgasta en la enamorada vigilia del andén. La palabra se cuaja, funde sus presagios, recorre una y mil veces el pensamiento aventurado de la última sílaba. La estructura abandona la escena enamorada del caminante, es andén la palabra que pronuncia olvido. Aquí nadie me habla, nadie me sueña, espaldas acarician la manía ignorante de desconocerse en rostros ácidos, y yo, me hundo en el desgaste de la vértebra.

   
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