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					 El silencio de Dios significa lo que no se alcanza a 
						entender. 
							 
						 
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					Nos hemos acostumbrado a  la ausencia de Dios que en 
						momentos es como piedra o hielo. 
							 
						 
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					Dios arde en nuestra conciencia culpable. 
							 
						 
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					La ausencia de Dios nos cubre hasta ser culpables. 
						La ausencia de Dios nos descubre hasta ser culpables. 
							 
						 
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					Los que vivimos en la culpa, vivimos atormentados por  
						Dios, sin verlo ni saberlo siquiera. Es como creer en todo 
						el poder de Dios sin imaginarlo en ningún sitio. 
							 
						 
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					No supo cuántas veces en el curso de su vida el arcángel lo 
						precipitó de un paraíso que apenas llegó a entrever. 
						O creyó entrever. 
							 
						 
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					Todos estamos manchados por la culpa. Debe pagarse, y  
						a veces sin proporción, toda deuda que se tenga, aún las  
						que se ignoran. 
							 
						 
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					Nacemos inocentes y nos vuelven culpables. Crecemos y  
						crecen también nuestras culpas. Vemos nacer a inocentes 
						y los volvemos culpables. Crecen ellos a su vez y siguen 
						llenándose de culpas y  convirtiendo en culpables  a  los  
						otros. Y todos morimos en la culpa. 
							 
						 
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					Nuestra caída no tiene fin. A veces es lenta, lentísima, 
						y otras es una precipitación acelerada. No termina en la 
						vida, acaso tampoco en la muerte. 
							 
						 
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					¿Y si sólo actuamos como payasos en una comedia  
						sangrienta que, puestos de acuerdo, Dios y el diablo dirigen? 
							 
						 
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					En su ausencia no sabemos si Dios es perfecto o no lo es,  
						pero su gran creación, el mundo, que históricamente han  
						hecho los hombres, es, salvo gloriosos logros científicos 
						u obras artísticas de maravilla, un lugar de dolor y de 
						espanto. 
							 
						 
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					La mano y la conciencia despiadadas del hombre  
						destruyen todos los paraísos. 
							 
						 
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					Quizá en el fondo Dios sólo quiere que lo dejemos en paz. 
						¿Por qué no, reconciliados, lo dejamos en paz? Él es el que 
						Es sin saber  Quién es, y nosotros lo que llegamos a ser. Sin  
						embargo, a  veces nos preguntamos: ¿dónde estaba Dios 
						cuando creció el Mal en el mundo? ¿qué hacía cuando los 
						hombres mal hacían el mundo o qué hace ahora cuando lo 
						seguimos mal haciendo? 
							 
						 
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					Un hombre que ha conocido la felicidad en la tierra ¿de 
						qué puede ser salvado? ¿o para qué se le salva? 
							 
						 
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					Cuando se analiza la historia del  mundo con sus  
						totalitarismos y  sus  guerras, cuando se observa que la razón  
						le ha servido al hombre sólo para comportarse con más  
						crueldad que los animales y las bestias, cuando se ve que  
						nunca han desaparecido la miseria dolorosa y el dolor de 
						la miseria, se piensa con tristeza resignada si Dios no fue  
						el Gran Perdedor con su creación.  
							 
						 
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					En su imagen y significación religiosa el cielo parece la 
						mayor locura imaginativa del hombre. ¿Pero quién no ha 
						aspirado a él? 
							 
						 
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					Las enfermedades son disfraces sibilinos de la muerte. 
							 
						 
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					A partir de los 35 años la muerte echa a andar en nuestro  
						reloj las manecillas del regreso. 
							 
						 
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					Es fácil  decir  y  escribir que  el reloj, después  de los  35 
						años, camina hacia atrás. Es fácil también explicárselo al 
						corazón, pero es difícil que acabe entendiéndolo. 
							 
						 
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					Ni siquiera a los 40 ó 50 años hay cosas en las que la gente  
						se ha definido. A veces al ver una película o leer un libro 
						sienten que se identifican con los personajes y se dejan 
						temporalmente influenciar, pero luego, al leer nuevos 
						libros o ver nuevas películas se identifican con otro tipo 
						de personajes y se dejan influenciar igualmente. 
							 
						 
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					Se aprecia altamente a los jóvenes dotados porque representan 
						una palabra hecha de tiempo: esperanza. Después 
						de los 40 años se es ya lo que se es, o en casos como el 
						nuestro, lo que se debió ser. 
							 
						 
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					Probablemente sólo hay una vida y  es ésta. Maravillosa  
						en su apariencia y en su totalidad, pero cruel en el detalle. 
						Una isla bajo el sol, donde florecen las flores, crecen los 
						árboles y cantan los pájaros, pero rodeada de desfiladeros 
						y  simas. Y  sin  embargo  dudamos  a  veces: ¿habrá  otra 
						vida? ¿volveremos? ¿será distinta la muerte de la vida? 
						¿o sólo es un río oscuro? ¿podremos ver, como esperaba 
						Sócrates, a grandes  hombres y  héroes que cruzaron por  
						este mundo? ¿y si la muerte es un largo sueño? ¿y si es un 
						largo reposo? ¿y si no? 
							 
						 
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					Las personas a las que quisimos y mueren van dejándonos 
						más solos en la tierra y deshabitándonos interiormente. 
						Ese  algo de ese  alguien no podemos ya reponerlo. Es como 
						irnos muriendo lentamente. 
							 
						 
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					Es difícil  concebir planes y proyectos a mediano y largo  
						plazo cuando se tiene simbólicamente una pistola pegada 
						en la sien. 
							 
						 
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					Uno, después  de morir  varias veces, debe aprender a  
						desmorir y vivir lo mejor que pueda el poco tiempo que  
						aún le queda. Pero ¿qué es vivir lo mejor el poco tiempo 
						que le queda? 
							 
						 
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					Y si me voy, y si no vuelvo ¿los pájaros del bosque dejarán  
						de cantar? 
							 
						 
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					La belleza puede matar la belleza. Los pájaros picotean la 
						luz, el torrente el río arrasa la cosecha pródiga. 
							 
						 
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					Las plantas y las flores nacen, florecen, se marchitan, 
						mueren por  un tiempo, pero queda  la raíz. Nosotros 
						pasamos y quedamos sin raíz. 
							 
						 
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					Al morir somos lo que dejamos de ser en la vida. La muerte 
						nos toma en ese todo. 
							 
						 
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					¿Por qué al hombre no se le privilegia con el tiempo de 
						morir a tiempo? 
							 
						 
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					No hay  injusticia, como creí alguna vez, en el morir. 
						Tampoco debe atacarse a la muerte a diestra y siniestra, 
						como quería Rimbaud, y  así  lo creí en otro tiempo.  
						Tampoco se trata de hacerle un altar enfermizo, como le 
						construí varios años, porque es robarle  tristemente  a  la 
						vida lo que le pertenece. La muerte sucede y es y como tal  
						debemos aceptarla, como se acaban de aceptar los hechos  
						que no es posible comprender. 
							 
						 
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					La única  vez  que  hablé  unos minutos  con  Jaime  García 
						Terrés le pregunté sobre  Seferis. Me dijo que  la última 
						ocasión  que  lo vio  estaba muy  enfermo  y  le preguntó 
						sobre la muerte. “La espero con ternura”, repuso Seferis.  
						Me gustaría responder algo semejante, pero mentiría: a la 
						muerte la espero con respeto. 
							 
						 
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					En los cementerios las voces dulces de los pájaros 
						resuenan más dulces. 
						Y alivian. 
							 
						 
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					En su escasa lucidez, en plena agonía, pregunté a mi padre  
						sobre sus libros y sus viajes numerosos. “No estuvo mal  
						la vida ”, le dije después de recordarle algunos. Asintió. 
						Sin  embargo, para mi sorpresa, añadió enseguida: “pero  
						tampoco estuvo bien”. 
						En ese momento resumió toda su actitud ante la vida. 
							 
						 
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					Mi padre quería que sus cenizas las arrojaran al Popocatépetl 
						para buscar tal  vez  el aire y la fuerza. Pero 
						mi hermana no quiso y me dijo que sólo lo haría si la 
						acompañaba. No tuve fuerzas para acompañarla. Nadie  
						quiso  hacerlo. Pero creo que si las cenizas de mi padre  
						estuvieran dispersas donde quería, encontraría el aire y la 
						libertad que en vida nunca entendió que eran. 
							 
						 
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					A menudo me digo que da lo mismo oír las campanadas 
						de la muerte en cualquier lugar  del  mundo. Lo creo así. 
						Sin  embargo  ¿qué  pasaría  con  mi cuerpo, o  mejor, con 
						mis cenizas ¿Muchos años pensé, luego de ver durante 
						un ocaso  el Mediterráneo desde  la fortaleza de Nauplia 
						en diciembre de 1975, que  me gustaría que  desde  allí 
						fueran arrojadas mis cenizas al mar. Sin embargo, desde  
						principios de los años noventa, pensé que  me sentiría 
						mejor, más  tranquilo, si mis  cenizas  fueran arrojadas  
						mar adentro de las costas del Pacífico frente a Oaxaca o 
						Guerrero o Michoacán o Jalisco. Salir a la muerte desde  
						México, solo y libre, para navegarme en el mundo. 
							 
						 
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					En ciertos tiempos de mi vida el ser consistió en el hacer.  
						Mal o bien pero hacer. Era  más  importante la acción 
						que las profundidades de uno mismo, o  si se quiere, las  
						profundidades de uno  mismo  eran un elemento más  
						para hacerse uno mismo. En ciertos  tiempos creí que  el 
						hacer era un elemento del  ser. Mal o bien pero tratar 
						de saber  quién  es uno. Era  más  importante la interrogación 
						que la acción, o si se quiere, todo hecho contribuye 
						para que, interrogado, nos preguntemos quiénes somos, 
						qué  hacemos  aquí, para qué  venimos, cuál es nuestro  
						destino. 
						 
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