NO ES PARA TANTO

—¡Vengan y ayuden a su papá! No será fácil que sesenta y ocho velitas se resignen de un soplido.

—No veo la razón para tapizar de candelas mi pastel. Ya siéntense.

—Abuelito, qué muchos años tienes.

—Mira, viejo, lo que pasa es que cuesta trabajo cumplir años.

—No hagas eso, espera que abuelito las apague.

—Está bien, contaré hasta tres y soplaremos, ¿entendido? Uno, dos... Esperen. ¿En dónde está tu mamá?

—Se fue a traer el cuchillo para rebanar el pastel.

—Sopla, abuelito, sopla ya.

—Vamos a esperar a la reina de esta casa.

—Abuelita Reyna, ¿verdad, abue?

—Sí, jovencita. Además de llevar el nombre de Reyna, también tiene el rango.

—¿Qué pasa, Rolando?, ¿por qué no han apagado el pastel?

—Ordeno que la reina esté a mi lado y colabore en la hazaña. Este cuchillo hará las veces de batuta, debemos soplar cuando lo baje.

—¡Ten cuidado! A mí se me hace que se te subieron los güisquis a la cabeza, señor director de mi orquesta.

—Y si así fuera, mamacita, qué importa. Déjalo. No todos los días se cumplen treinta y cinco...

—¿Cómo supiste, hija?

—¿Ven, hijos, por qué sigue siendo la reina?

—Rolando, no estoy de broma. Hoy hace treinta y cinco años que dirigiste por primera vez en el Palacio de Bellas Artes.

—Es cierto. Lo había olvidado. Eso merece un brindis. Tú, hijo, sírveme otro güisqui con poco hielo.

—No, ya no. Te hace daño, Rolando, no olvides las recomendaciones del médico.

—Déjalo, mamá. Una copa no le hace mal.

—Claro que no, pero ya lleva seis. Así que apaguen las velitas y, si quieren, váyanse a sentar; yo les sirvo el pastel.

—¡Te quedó riquísimo, mamá!

—Señora, después me pasa la receta, ¿sí?

—Claro, hija, con mucho gusto. Me da risa, si supieras que tu mami fue quien me la dio.

—Mamá, ¿te acuerdas que cuando éramos pequeños nos reunías en esta misma sala, cerrabas las puertas y nos contabas anécdotas de papá y ponías sus discos y explicabas que él era quien dirigía a todos los músicos que tocaban en ese momento...?

¿A qué edad tendrá que llegar Rolando para poder comprenderlo? Yo ya no soy reina, me he convertido en la esclava de Reyna, en la esclava de mí misma, en la esclava de esta manera de vivir toda una vida. Me siento a ras de tierra como una serpiente. Sí, eso he sido, un reptil que se ha resignado a tener que arrastrarse para siempre. No sé por qué lo permití, si yo no empujé al pecado a ningún Adán. Me hubiera gustado ser la protagonista de mi propia vida, en lugar de haber dejado pasar los años sin intervenir. Ahora ya es tarde. Nada más me queda disfrutar, como las serpientes, de los cambios de piel; cada vez que estreno una nueva, guardo la anterior en el baúl de los recuerdos. Creo que me acostumbré a coleccionar tristezas, corajes impronunciables, engaños, gritos fuera de tiempo y menopausias prematuras.

—Mamá era toda una tipa.

—¿Era?

—Bueno. Quiero decir que a pesar de que papá viajaba tanto, con sus giras al extranjero y demás, ella nunca permitió que nosotros le perdiéramos la pista a él.

Por muchos años me conformé con mi nombre; con mi destino. No sé qué me sucede ahora. No sé lo que siento. Debe ser la menopausia. Bueno, esta menopausia la vengo arrastrando desde hace veinte años que Rolando me tomaba como mero instrumento nocturno y yo debía cumplir. Reptaba entre sus piernas como una serpiente ciega que se pierde entre la maleza. Me confundía entre las sábanas, mi piel se adueñaba del color que Rolando le indicaba, y él alzaba el vuelo después de haber derramado su instinto, y yo continúo desde entonces arrastrando este malestar, este tedio.

—¡Qué curioso que ninguno de nosotros estudió música!

—Pues desde que yo era niña lijaba trozos de madera que me encontraba por allí y hacía mis propias batutas. ¿Te acuerdas, papá? Hasta tú me enseñaste a dirigir la Habanera de Bizet, poniéndome uno de tus discos.

—Sí, pero a media canción aventabas la batuta y te ponías a bailar. Un día hasta le tiraste la copa a un amigo de tu papá que era por entonces secretario de gobernación.

—No es cierto.

—Claro que sí. Si mi papá te tenía tan consentida que en algunas reuniones ponía a sus músicos a tocar, para que hicieras tu numerito.

—¿Me sirven más pastel?

Vaya, menos mal, por lo menos mi hija menor heredó algo de mí. Ojalá que no deje sus clases de danza. Aunque no sabe que uno debe de dominar la batuta no nada más en el escenario, sino en la calle, en la oficina y, por consiguiente, también en su casa. El cetro del rey o de la reina tiene que estar presente para imponer el señorío. En la época de la colonia los capataces usaron la vara para castigar, y yo, domino la batuta para exigir obediencia; así nunca habrá duda de quién dirige. Se guía desde lo alto. Los buenos directores de orquesta somos como las águilas: enfocamos desde arriba, derribamos a las aves que pueden interrumpir nuestro vuelo, y así regimos a todos aquellos que se encuentran tendidos sobre el piso.

—Véngase, mi reina. Ya deje de recoger platos sucios.

De seguro que él baja la batuta cuando me habla en esa forma. Quiere los aplausos de nueras y yernos también. Para Rolando toda la vida ha sido más preciado el reconocimiento de extraños que el de su familia. No me explico por qué no fui a visitar a mis parientes y amigos cuando aún no estaba tan decrépita. Acaso me hubiera encontrado, en mi querida Argentina, con más de alguno de mis enamorados de juventud. No sé qué habría hecho; lo más seguro es que nada. Igual me tapé los oídos cuando mamá me dijo con insistencia por qué no quería que me casara con Rolando: ‘Debes entender que, un extraordinario músico, y a él así lo considero, no puede ser buen padre y mucho menos buen marido. Pero tú sabrás, hija’. En fin, esta menopausia me provoca un placer cuando las lamentaciones y el deseo de lo imposible acechan mi mente. Lucho por evitar la autocompasión, pero a veces es inútil querer detener el agua derramada por tanto tiempo. Acepto que esta inundación formada de rencores silenciosos me está transformando de ‘reina’ en bruja.

—¡Mamá, te estoy hablando!

—Perdón, hijo, ¿qué me decías?

—Nos estábamos acordando que cuando éramos chicos y recibías noticias de mi papá, nos leías a todos juntos las cartas que él te enviaba. Si hasta la boba de Juana se quedaba dormida, y siempre lo mismo, como de costumbre empezaba a llorar, asustada con sus constantes pesadillas.

Ignoraba que Reyna hiciera esas ridiculeces. Menos mal que nunca se enteró que en la época más intensa de mi vida artística, yo vivía con Lynn, porque de seguro hubiera sido capaz de contárselo a mis hijos. Lynn inspiraba mi dirección. Recuerdo aquellas manos del público que emergían en la sala de butacas hasta batirse por encima de sus cabezas, siempre atestando los foros, a veces más de tres mil espectadores que se encontraban de pie. Entonces los músicos se levantaban de sus asientos para agradecer los aplausos y Lynn hacía una pequeña inclinación, invariablemente con una de sus largas manos sobre el teclado, semejante a una niña que no quiere desprenderse de la madre. Su mirada zigzagueaba por entre los músicos y los instrumentos hasta que se encontraba con la mía. La contemplaba y en ese momento no existía nada más importante, aparte del público, que Lynn. Acto seguido, las grandes cenas con personalidades de la política y del medio artístico, aquellos brindis que nos incitaban a olvidarnos de todo y a marcharnos al hotel. Años más tarde, nos refugiábamos en el apartamento que le compré. Y ahí, esas manos sabias para tocar el piano también eran sabias para las caricias. Su cuerpo esbelto, espejo de una Venus, y afín con la obra maestra de un gran escultor, la que creí que sólo podía ser develada para mi deleite, se desnudaba frente a mí con una ingenuidad sofisticada, inspirándome el poseerla a perpetuidad. Con Lynn nunca me reprimí sexualmente, ella nunca abandonó su arte, ni en el amor, ni en las caricias, ni en sus besos lentos, acompañados de erotismo, de atrevimiento; ella fue tan libre, de la misma manera que todo artista está obligado a serlo. Debería de haberme ido tras ella, ahora viviríamos en Polonia cerca de su familia, puesto que ese era uno de sus sueños. Me hubiera gustado tener el arrojo para decirle a Reyna que su gordura me ha sido insoportable, al grado de la náusea. Le ordené infinidad de ocasiones que se pusiera a régimen alimenticio; no me hizo caso. En cambio a Lynn, tan femenina, tan cuidadosa de su apariencia, tan inteligente y tan artista, la envolvía entre mis brazos y ella se resbalaba hasta esconder su rostro entre mis piernas, volviéndome loco mientras el cetro del rey se deslizaba sobre su lengua traviesa. Nunca entenderían mis hijos y mucho menos Reyna que es imposible que el artista, sobre todo cuando es joven, pueda vivir al lado de una mujer que no comprende nada en materia de arte. Yo no soportaba llegar a mi hogar y encontrar a quien se suponía era mi mujer, con máscara de Frankenstein, con carrizos en el cabello y zurciendo calcetines. No, no se soporta, luego de escuchar a la multitud en el teatro, no se soporta tanta estupidez conjuntada en una sola persona. Desde luego yo la escogí, claro, y fue buena madre, aunque de lo que yo tenía sed y avidez y hambre, era de una mujer. De una mujer, si, y eso es lo que Lynn fue para mí durante diez cortos y extenuantes años... Pero qué estoy diciendo, si alguien me escuchara diría que soy un malagradecido, sin embargo, cómo explicar que Lynn se me fue convirtiendo realmente en una tabla de salvación. Antes de ella, yo ya había dejado la vida tratando de complacer a Reyna, y ahora, mi propia esposa, olvidándolo todo, ha cambiado tanto que se atreve a abandonarme en esta silla de ruedas...

<<—Rolando, decidí irme con mis primos a Argentina. Me han estado invitando desde hace tanto tiempo y ahora, que en verdad necesito un descanso, les he tomado la palabra.

—¿Ya pensaste quién se va a quedar aquí?

—Sí. Te he contratado una enfermera de día y otra para la noche; ya está arreglado. En realidad, serán tres semanas nada más.

—Pásame la chequera. Aquí está para que te compres... mmm... tres por tres, más o menos serán cuatro mil dólares. ¿Crees que te alcance? Claro que esto sería aparte del pasaje del avión. Además, llevas la tarjeta de crédito para algún imprevisto.

—Gracias, Rolando. No es necesario que me des tanto dinero, de veras. Mis hijos también van a darme y ya ves que yo, con tal de no ir de compras, invento cualquier pretexto; no sé por qué me da una flojera espantosa, así que...>>

...No fueron tres semanas sino mes y medio, y yo en esta silla de ruedas, soportando el dolor de mis piernas y la soledad... maldita sea. Quiere decir que mis hijos vienen a casa cuando está ella, en su ausencia no tienen a qué venir. Dos o tres llamadas de teléfono fue lo que me distrajo en ese tiempo. Y el par de visitas de doctor que por semana me hizo mi hija pequeña, a pesar de vivir bajo el mismo techo. Creo que ella es la que ha convivido conmigo un poco más. Los demás hijos, incluso tuvieron que conseguir a alguien para que, en mi nombre, los entregara el día de su boda; se me fue el tiempo y la vida y la salud; cuarenta y cinco años dedicados al arte y para qué. Ahora creo que no era para tanto.

—Ándale, abuelita, ya estamos listos.

—Está bien, está bien.

Escogeré... este disco. Sí, este disco, a ver, claro, se grabó un año después, cierto, esta fue la primera vez que dirigió a la Orquesta Sinfónica en el Palacio de Bellas Artes.

—...Hace treinta y cinco años no había discos compactos. Claro que estos los he cuidado de la misma manera que a la niña de mis ojos, así que... hijo, acerca la silla de ruedas de tu papá aquí al centro para que brindemos, su papá lo hará con el té que le acabo de preparar. ¡Por el aniversario de su primera dirección! Mientras, escucharemos el cuarto movimiento de la sinfonía de Beethoven, la que dirigiera en aquella ocasión.

—No, abuelita, pon el disco del cuento de “La Bella Durmiente”.

—¡Ssscht!, cállate, tonta. No es tu fiesta, eh.

—A ver, los quiero sentados aquí alrededor de abuelito, y sin pelear.

—Así era como mi papi y mis tíos se ponían para oír los discos del abuelo, ¿verdad?

—Sí, linda, así que a guardar silencio para poder disfrutar de la música.

—Abuelo, enséñanos cómo le hacías con la batuta cuando estabas dirigiendo esa vez.

—Rolando, ¿crees que puedas detener la batuta?

—Mmmh... Bueno, veremos si mis huesos me lo permiten. Tráemela.

—Voy por ella.

Maldita artritis deformando mis articulaciones. Creo que no podré sostener la batuta y mucho menos girar hacia los lados. Esta enfermedad no respeta la habilidad de las personas a las que ataca. ¿A Lynn le importaría? Quizá me amaba tanto que no pudo soportar el verme así. Cuando se enteró de mi afectación se fue alejando, hasta abandonarme por completo. Era todavía muy joven para cuidar a un lisiado.

—¡Abuelito... qué has hecho!

—¡Papá!, ¿te sientes bien?

—Rápido, entre ustedes dos llévenlo a su recámara, por favor, hijos. Y tú, Juana, hija, atraviesa la calle y dile al doctor que venga.

—¡Qué tonto el abuelo! Ya rompió su... ¿cómo se llama?

—Pero de dónde le saldrían esas fuerzas a papá. Nunca lo había visto tan lleno de cólera.

—A mí se me hace que mi abuelo estudió karate.

—Señora, buenas noches, ¿dónde está don Rolando?

—Por aquí doctor, por favor, yo lo acompaño; mi papá está en la recámara.

—Ya llegó el doctor a ponerle merthiolate al abuelo, qué gacho.

—¿Con qué se cortaría la barbilla? No entiendo.

—Fueron las astillas de la batuta partida las que rasgaron su cara.

—¡Pobre abuelo, se quedó sin su juguete favorito!

—Señora, no se preocupe. Ahora mismo le comentaba a su hija que el nivel de adrenalina se elevó muy por encima de los límites normales y eso, combinado con el alcohol, provocó un ataque de histeria momentánea. Requiere reposo y tranquilidad. Quizá fuera conveniente que vayan por unos días a la playa si es que don Rolando ahora sí acepta salir.

—No creo, doctor. Usted se ha dado cuenta que desde que la artritis comenzó a deformarle las manos, él no quiere salir de la casa.

—Disculpe que la interrumpa, señora Reyna, antes de que se me olvide: estos tranquilizantes que le estoy recetando deben comenzársele a dar hasta mañana por la noche, ya que no haya alcohol en el torrente sanguíneo, ¿de acuerdo?

—Está bien, doctor, gracias.

—Y por cierto, señora, ¿cómo le fue en su viaje por Sudamérica?

—Muy agradable, doctor. Visité a los parientes y amigos que había dejado por allá. Unos ya han muerto, claro. Fue un viaje tan lindo que me gustaría que se repitiera.

—¡No se lo recomiendo! En realidad don Rolando comenzó a deprimirse desde que usted se ausentó. No obstante ya le he comentado en otras ocasiones, señora, debe medir sus fuerzas, por lo general esta enfermedad puede prolongarse por muchos años.

—Fue uno de los motivos por los que me decidí a hacer el viaje, doctor. Usted fue quien más me estimuló.

El viaje es el culpable de que me sienta así, renegando de mis obligaciones, nunca pensé que algún día pudiera sucederme esto. Antes cumplía con ellas sin chistar, sin embargo durante la estancia en mi patria, me sentí tan relajada, tan libre, tan yo, que en realidad he llegado a convencerme de que no debo afanarme de esta manera, ya que por desgracia hasta que llegué a vieja me di cuenta que no, Reyna, no es para tanto; en realidad nada de lo que me ha sucedido en la vida es digno de tomarse en serio.


* Cuento incluido en la novela Mujer de cabellos cortos y buenas piernas. Ediciones Castillo, Monterrey, Nuevo León. México. 1997

EL HOMBRE QUE FUE ANARQUISTA

Mi mujer descubrió que es anormal que un niño a los cuatro años no pueda hablar. Me pidió que le abriera una cuenta bancaria extraordinaria y comenzó a llevar a nuestro hijo con un especialista en problemas de lenguaje. A los seis meses ya Juanito podía pronunciar la palabra ampolla, y es que su mamá la repetía con frecuencia cuando, luego de estacionar el auto, tenían que caminar cinco o seis cuadras para llegar a la cita con el terapeuta. Desde entonces mi mujer tiene que acudir cada mes con el quiropodista, ella tiene problemas con la biomecánica a la hora de caminar, por eso usa plantillas y el médico raspa unas adherencias que le salen en los dedos chiquitos del pie.

Ella estuvo a punto de tomarse un frasco de somníferos cuando Laurita, nuestra hija mayor, reprobó deportes en el colegio. Ella me convenció de llevarla con un especialista cuando al mostrarme la calificación pude observar lo que a mi mujercita le había provocado la crisis: Laurita tenia dieciocho excelentes y un no aprobado, este último en educación física. Una vecina le recomendó a un psicólogo deportivo y desde hace un año Laurita luce unos antebrazos muy bien formados y sobre todo muy fuertes, la pelotita contra el estrés que le recomendó el psicólogo, ella la aprieta con la mano derecha mientras escribe su tarea y el resto de su tiempo libre presiona el juguetito con la mano izquierda. Así el volumen de sus músculos en ambos brazos es similar, aunque si uno se acerca y los toca se da cuenta que su brazo derecho es más robusto, puesto que Laurita está en el mejor colegio de la ciudad y ahí, además del trabajo que realizan dentro del aula, las niñas tienen tarea para por lo menos dos o tres horas en su casa. Yo creía, antes de que el mundo de la especialidad estuviera tan adelantado, que era un defecto ser zurdo, aunque ahora ya le explicaron a mi mujer que los zurdos tienen más desarrollado el hemisferio derecho del cerebro y que ese lado es el que maneja las habilidades artísticas. Ella, al enterarse, le compró una guitarra y contrató una maestra que, especializada en algo así como en técnicas educativas para la enseñanza de la música, está viniendo a casa a darle clases. Claro que para mi esposa hubiera sido imposible llevarla a la academia, ya que Juanito tenia una sesión de musicoterapia los mismos días y a la misma hora, entonces ella, mientras nuestro hijo resolvía sus problemas de aprendizaje escuchando a través de unos audífonos, a Handel y a Teleman, a Vivaldi y tal vez a Pachelbel, se inscribió en un curso de doce charlas en el cual analizarían su carácter y personalidad, aparte de otros elementos que intervienen para poder sugerir a las asistentes con qué gama de colores deben vestir en las diferentes estaciones del año, y cómo deben combinar las tonalidades de su maquillaje con la de sus ojos y labios. En fin, creo que le dijeron que ella pertenece al grupo invernal y que debería de usar colores fríos, nunca cálidos ni intermedios. Mi mujer se molestó por la estación que le tocó y aseguró que con eso la maestra demostraba su envidia hacia ella; hasta hoy ha seguido empleando los matices que sus amigas le aconsejan: si eres Sagitario no debes de usar el anaranjado en miércoles... y si recuerdas con precisión el sueño de la noche anterior no te vistas de negro, puede que mueran tus fantasías para siempre. Yo me atreví a comentarle que había subido mucho de peso y ella no me dirigió la palabra por muchos días (fue entonces cuando comencé a sentir unos remordimientos espantosos después de hablar), hasta que una amiga le recomendó a un dietólogo. Yo le aumenté el gasto para que pudiera cubrir las consultas que serían todos los días durante el primer mes de tratamiento y posteriormente una vez por semana. El médico le exigió ejercicio físico y ella tuvo la suerte de que en la esquina de la casa pusieran un nuevo gimnasio; lo que no me he atrevido a decirle es que debe consultar con uno de los especialistas si no seria mejor que se fuera caminando en lugar de tomar el auto para recorrer sólo una calle.

Un día, sin premeditarlo, entré al salón de juegos en donde mi hija Laurita suele hacer su ejercicio aeróbico frente al televisor, imitando los movimientos de una chica que grabó un videocasete y se lo vendió a mil pesos, ya que además de ser producción limitada, la joven acababa de llegar de Francia y Japón en donde estuvo estudiando algo así como técnica aeróbica integral. Según me explica Laurita es una combinación de yoga con pesas. Y aprovechando el tema, cometí la torpeza de insinuarle a mi hija que ayudara a su mamá a bajar algunos quilos, y fue aquella vez cuando mi familia, encabezada por mi señora y mi hija, me inventaron una amante. Pidieron a Europa por fax la técnica para relajar los párpados (el llanto continuo de seis semanas les provocó flacidez en el rostro y tensión muscular.) También les llegó desde Oriente, por Federal Express, el método de relajación Taoísta. Así fue como mi esposa se enamoró de la astrología. Todos los sábados por la tarde una señora de mirada penetrante y muy obesa iba a casa a leernos las cartas. En alguna sesión me preguntó si yo no había cometido algún fraude u otro delito, la señora de las cartas gigantes aseguraba verme tras unas rejas de hierro negro con adornos de latón. Mi esposa entendió varias de las razones de su comportamiento, y es que le explicaron que cuando ella nació, el sol estaba entre la casa de Júpiter y la de Saturno. Mi carta astrológica, las de Laurita y Juanito y la de mi mujer dieron punto final al cúmulo de interrogantes que existían acerca de nuestra situación familiar: Saturno olvidó revisar su agenda el día en que mi suegrita daba a luz a quien más tarde sería la madre de mis hijos, y Júpiter, para recordarle a Saturno la cita a la que ambos astros se habían comprometido a asistir, le habló por su teléfono celular pero le fue imposible comunicarse porque hubo interferencia la cual, según dicen, yo la ocasioné porque aquel día yo tenia nueve años y jugaba con el nintendo a las dos de la mañana. Aunque pensándolo bien no recuerdo si había ese tipo de juguetes cuando yo era niño. Ahora eso no importa, tal vez yo fui el inventor de la computadora porque la soñé, y la adiviné, y pude haber jugado con ella en alguna pesadilla para zafarme del miedo. No sé, no estoy seguro, acaso los astros se burlan de nosotros a su antojo y nos juegan chueco. En verdad no puedo quejarme ya que por lo menos obtuve dos beneficios importantes de toda esta maraña esotérica: en primer lugar se descubrió mi inocencia con respecto a la amante, y eso se lo debo al señor de esa larga barba blanca que me examinó, a petición de mi esposa, el fondo de ojo: la transparencia de mi cornea permite observar, de la misma manera que en un espejo, todo mi pasado. Y en segundo lugar la decisión que ella tomara al verse amenazada por un supuesto segundo frente: ahora asiste todas las mañanas a una clínica en la que, acostada sobre una camilla, le colocan un sinfín de electrodos en piernas y brazos, cadera y glúteos, y así ella logra reafirmar sus músculos sin esfuerzo, ya que cada día se incrementa la corriente eléctrica que pueden soportar sus tendones. Si, imposible negarlo, fueron decisiones correctas, pero a pesar de ver a mi esposa luciendo camisones provocativos que dejan al descubierto unos glúteos firmes y unos senos perfectos después de haber sido sometidos a una intervención quirúrgica bastante costosa, en la que pagué más de veinte mil pesos nada más del costo de las prótesis, me siento como robot, escucho en mi interior órdenes imperiosas; ignoro si todavía deseo estar solo, sin que nadie me presione a actuar de cierta manera. Desconozco mis gustos, mis ilusiones, mis sueños. Me paro frente al espejo y no me reconozco.

Creo que me he vuelto anarquista, todo me importa un cuerno, me siento mal conmigo porque no me atrevo a darle la contra a mi mujer. Ella no me dice otra cosa más que debo de ir con un especialista para que revise mis intereses (mas no los bancarios. En materia económica nunca he tenido problemas. Mis asesores financieros son muy buenos.) Ella se refiere a mis proyectos de vida. Y ni cómo decirle que mis inclinaciones están en algo que nadie sabe, incluso no me atrevo ni a confesármelas a mi mismo. Recuerdo cuando le dije a mi padre que no quería estudiar ingeniería, que lo que más me gustaba era la carrera de medicina veterinaria, y él se burló y me dijo que a mis hijos y a mi esposa no les gustaría alternar con caballos, perros, gallinas, y que además no había ningún veterinario en la familia y que me moriría de hambre. En ese tiempo mi novia y yo éramos muy jóvenes, así que no supe cómo refutarle sus comentarios, y fue preferible estudiar algo que iría en beneficio de los negocios familiares a imaginarme a los diecisiete años casado y hasta con hijos.

Ya hace tiempo que perdí la capacidad para decidir cualquier cosa. Me siento confundido. Lo que me salva es que mi mujercita siempre tiene el consejo oportuno ante cualquier problema: le recomendaron a un filósofo que acaba de llegar de Europa en donde se especializó por quinta ocasión, esta vez sus estudios fueron acerca de los efectos de la tecnología en la persona. Según Laura él tiene la solución a mis problemas. Dice también que ella ya no puede más, que me hizo mal el último curso que tomé: “Delegar autoridad; uno de los principios de la administración”. Que yo he abusado y que ahora no meto mano para nada: cuando los hijos me piden algún permiso les digo que consulten a su mami y así yo puedo continuar viendo la televisión con los lentes anti-radiaciones que ellos me regalaron de cumpleaños.

Pensándolo bien mi suegrita tiene razón, deberíamos de contratar un psicólogo de planta. Tendría que desayunar, comer y cenar en casa, y claro que debería de quedarse a dormir, así muy temprano y en ayunas, cada uno podríamos contarle nuestras pesadillas, y entonces él durante la mañana trabajaría en la interpretación y a la hora de la comida ya nos tendría la solución a nuestros problemas.

Así lo hicimos pero no dio resultado. Mi mujercita y las dos criadas comenzaban, en la sobremesa del desayuno, a platicar con el psicólogo. A veces yo llegaba a comer y ni siquiera la mesa estaba puesta. A él no le alcanzaba el tiempo para trabajar ni sobre los sueños de los niños ni en los míos.

No me atreví a comentarle a mi mujer que los honorarios del especialista me parecían muy elevados, y que ya no había quesos ni carnes frías en el refrigerador desde que ella decidió no ir al mercado porque el psicólogo le dijo que tenía que huir de esos atavismos que la estaban castrando. Creo que se le olvidó lo que el médico naturista nos recomendó: cenar fruta cada tercer día. Y no fue así, tengo que desayunar comer y cenar guayabas, higos, plátanos, ciruelas, mangos, limas, naranjas y otras frutas que corto de algunos de los cincuenta y ocho árboles que ella mandó trasplantar alrededor de la terraza. Y si quiero bañar con miel mi plato de frutas, debo ir hasta el colmenar que se encuentra al fondo del jardín. Claro que, después de haber estado hospitalizado quince días por el enfrentamiento que tuve con miles de asesinas voladoras, ahora primero descuelgo del perchero el traje anti-abejas, me lo pongo y el mozo esparce sobre la prenda un liquido que mandamos traer de Canadá, y, según dice la nota que acompaña al frasco, esa sustancia les provoca náuseas a este tipo de bichos. Lo que si me parece desproporcionado, y no me animo a revelárselo a mi esposa, es que me cause sentimiento de culpa exprimirle limón a la papaya, ya que ella me recuerda tres veces al día el porqué no se debe combinar un cítrico con un fruto tropical. No entiendo la razón por la cual no le hizo caso al médico naturista si él, repito, y seguiré repitiéndolo mil veces, nos recetó nada más cenar fruta un día sí y otro no. No he encontrado el momento oportuno para recordarle que nada más cada tercer día podemos cenar fruta. Nunca lograré ser atrevido. Me falta coraje y decisión para enfrentarme a mi mujer. Tampoco le dije que tuviera cuidado con nuestra hija, que el psicólogo era muy joven y que la niña ya no era tan niña.

Una tarde me desocupé antes que de costumbre y como no tenía a donde ir, llegué temprano a casa. Me encontré con la sorpresa de que mi auto deportivo no estaba en las cocheras. Me enteré por el mozo que Laurita y el psiquiatra habían ido al cine, que Juanito haría la tarea en casa de su maestro y que mi mujer había acudido a la cita con la masajista. Esto último me tranquilizó un poco ya que ella llega de buen humor cuando regresa de los masajes. Pero aún así no podía evitar mi coraje secreto y esta frustración que seguiré arrastrando hasta la muerte.

Busqué las llaves del cuarto de triques, desempolvé un pedazo de cantera y lo coloqué sobre la mesa de la terraza. Saqué un cincel y un martillo de entre un paño rojo ya todo roído por las ratas. Olía a excremento de roedor y a humedad de veinte años de estar quietos entre bicicletas y cajas de cartón repletas de adornos de Navidad.

El rostro de mi padre estaba intacto, como yo lo había dejado la última vez que trabajé sobre la piedra: sus cuencas vacías me invitaban a moldear unas órbitas que añadirían mi desconcierto, mi rabia que era incapaz de mostrar y mi anarquía. Regresé al cuarto de triques y busqué otro de mis instrumentos de escultor entre los libros deshojados; no lo encontré. Coloqué sobre el piso el trozo de cantera y a martillazos deformé sus facciones hasta dejarlo convertido en infinidad de piedras sin sentido. Después de arrojar tiliches a uno y otro lado de la habitación, tuve un reencuentro agradable: El hombre que fue Jueves de Gilbert K. Chesterton. Creo que desde que leí ese libro me enamoré de la palabra `anarquía’, aunque me parece que confundo su verdadero significado, no estoy seguro si la uso con corrección o no.

Levanté el libro y con temblor lo aprisioné con fuerza contra mi pecho. Lo abrí con lentitud y se cayó sobre el suelo una tarjeta:

LIC. PEDRO LUIS QUINTERO AMAYA
ABOGADO
Consulta previa cita
Tels. 5-88-10 y 11


Quise llamarle por teléfono, pero cómo, si actualmente teníamos ocho números. ¿Cuál sería su nueva dirección? ¿Vivirá todavía?

Busqué su nombre en el directorio telefónico. Anoté la dirección sobre la portada del libro, subí al auto y ya en su despacho me pregunté por el motivo de mi visita.

Entré al privado que me indicó su secretaria. Acababa de sentarme cuando entró él. Nos dimos un abrazo de casi veintiún años de no vernos y me invitó una copa. Yo tenia taquicardia por el conglomerado de emociones, corajes y descubrimientos de unas cuantas horas. Conversamos de nuestra infancia, de cuando espiábamos a las sirvientas mientras se bañaban, de aquella vez que nos pusimos un cuete cruzado de vodka con güisqui, de la vecina con los pechos gigantescos que fue novia de los dos, de aquella época que nos íbamos en su moto: me dejaba en mi clase de escultura mientras él iba a la escuela de música a estudiar sax.

La secretaria se asomó y le dijo buenas noches y yo casi de un salto me puse de pie para despedirme, pero él me jaló del saco y me sirvió otra copa. Después de botella y media de licor, me atreví a confiarle mi anarquía. El rió a carcajadas mientras se levantaba para regalarme un diccionario que estaba en uno de sus libreros. Me dijo que yo tenia de anarquista lo que él de científico. También comentó que mi pensamiento seria anárquico pero se notaba que mi actuar estaba reprimido. A continuación preguntó que si le entendía lo que me estaba queriendo decir con eso. Sentí tanta ira que me hubiera gustado contestarle que siempre entiendo a la primera y que me enfadan las explicaciones, pero guardé el diccionario en uno de los bolsillos de mi saco y salí de su despacho dando un portazo.

Subí al auto y vi el reloj digital que marcaba las doce treinta de la madrugada. Imposible llegar a esa hora a mi casa; mi mujer me cuestionaría y yo tendría que delatarme. Decidí ir a mi oficina. Pasé por un servi-bar y compré algo de botana, otra botella de licor y dos aguas minerales. No sé por qué compré unos cigarros si hacia más de quince años que no fumaba, desde que mi mujer aseguró que el asma de Laurita era debida al humo de mis cigarros.

Ya frente a mi escritorio se me ocurrió quitarme el saco y la corbata. Iba a meter el diccionario en uno de los archivos cuando, sin premeditarlo me dispuse a buscar la palabra `anarquía´: desorden, confusión, guirigay, revolución, barullo, trastorno, orgía, ilegalidad.

Más tarde me permití dar en voz alta mi particular definición de cada una de esas palabras.

DESORDEN.- En definitiva soy amante del orden, de la constancia. Hasta se me han convertido en obsesión.

CONFUSIÓN.- Si un anarquista está confundido es porque le vale madre todo, hasta él mismo.

GUIRIGAY.- No me debería de atrever a decir esto, pero no me queda otra, y es que tengo qué confesarlo. Sé que se van a extrañar. Escuchen: nunca había oído esta palabra, guirigay. ¿De cuál fumaría quien la admitió en nuestro idioma? Está espantosa, pero bueno, tendré que recurrir de nuevo al diccionario. “Guirigay. m. Fam. Lenguaje oscuro e ininteligible. Gritería.” ¡Válgame Dios! lenguaje oscuro, pero si ese soy yo. Ininteligible, claro, nunca me ha entendido mi mujer. ¡Qué término tan atinado! Guirigay... tendré que estudiar más esta palabra, me interesa.

ORGÍA.- ¡Qué barbaridad! Creo que debo disculparme por haber tenido el atrevimiento de pronunciar esta palabrota. Si los anarquistas acuden a este tipo de fiestecitas, ahora sí que les aseguro que carezco hasta del más mínimo ápice de anarquismo. Ah no. Prometo, en lo sucesivo, calificarme de afecto a la monarquía.

REVOLUCIÓN.- Las revoluciones las hacen los jóvenes, no los viejos de cuarenta y dos años como yo. La juventud cree que todavía se puede cambiar el mundo. La revolución que a mí me interesa es la lucha con mis temores.

BARULLO.- Amo y desprecio el ruido. Ya sé que me contradigo, pero así me sucede.

TRASTORNO.- Por fortuna leí en alguna sala de espera de no recuerdo cuál especialista, que “caras vemos encefalogramas no conocemos”, y eso me tranquiliza porque no pienso tomarme uno; no me interesa ‘tipificarme’ como dice Laura, mi mujer. Para mi, disfunción o defunción son lo mismo, pues suenan casi igual. Entonces, si según el neurólogo que escribió esa frase, todos tenemos trastornos, luego todos tenemos algo de anarquistas. Conmigo no cuenten. Es posible que tenga trastorno pero anarquista nunca.

ILEGALIDAD.- Nunca le doy la contra a mi mujer. No me gusta actuar en contra de la ley; no me gustaría perder mi libertad. ¿Pero cuál? Soy un escultor frustrado, un veterinario sin fauna, jefe de una familia anarquista. Exacto, los anarquistas son mi mujer y mis hijos. ¿O no? Bueno, lo único que sé es que siempre digo lo que los otros quieren escuchar. Callo lo que a mi familia le dolería saber. Es cierto, muy en el fondo tengo razón. A lo mejor si infrinjo la ley y tengo la suerte de que me cachen, me apresarían y ahí tendría todo el tiempo para esculpir, y para llegar a ser médico veterinario autodidacta. Sí, allí sí tendré libertad. No que ahora que sin cometer imprudencia alguna, comiendo todos los días sopa de letras para poder formar palabras que nunca me atrevo ni siquiera a pensarlas, ya no digamos a repetirlas, se aprovechan y me cargo de trabajo que no me corresponde. ¡Cómo me gustaría vivir cerca, pero muy cerca de una persona como yo! Delegaría toda mi autoridad en ella. Qué lástima que no conozco a ninguna. En fin, creo que estoy equivocado, no sé si ahora ya me comienzo a entender un poco, nada más un poco; y claro, eso ya es algo. Ya es ganancia saber que soy incapaz de fallarme.

Las seis de la mañana. Creo que ya se me había olvidado como enrojece el cielo cuando está amaneciendo. Qué bueno que vuelvo a ver este espectáculo desde mi oficina... ¿Quién puede ser a esta hora? ¡Pero qué golpes son esos...!

De espaldas a la ventana puedo ver cómo los hombres vestidos de azul arrojan a patadas la puerta de mi privado, y mi mujer me señala con el dedo y ellos me sujetan ambos brazos hacia atrás, colocándome unas argollas que me unen las manos por algunas horas. No recuerdo que en ninguna otra ocasión hubiera estado en este contacto tan íntimo conmigo mismo.

...Ya me acabé la cajetilla. Esta vez agarré el vicio del cigarro con más furia, siento remordimiento por haber vuelto a fumar. Es innegable que cuando me encuentre tras las rejas, Laura me llevará cigarros, ahí ya no causaré asmas ni discusiones. Repasaré el discurso que diré al comandante: creo que soy el culpable de todo. Créame. Puedo jurarlo por la vida de mi mujercita y de mis dos hijos. Ya no puedo más con esta culpa. Acúseme de lo que más le convenga, y no me deje libre porque soy más peligroso de lo que usted se imagina. Después del crimen de no llegar a dormir a casa, nunca podré volver a ver de frente a nadie de mi familia. Por favor, señor comandante...

Sin embargo, ahora ella me interrumpe de nuevo, y añade ante el juez de lo penal que mi padre ha muerto. Que yo soy el asesino quien, con premeditación alevosía y ventaja, destrozó su rostro a martillazos y mató con ello la herencia de hombres íntegros que de generación en generación se había venido dando. Para en seguida agregar, entre lágrimas y gritos, que detrás del asesinato huí de la casa y que por primera vez en cinco generaciones un De La Huerta falta a dormir a su hogar.

No quise decir que hacía diez años que mi padre había fallecido a consecuencia de un derrame bilioso. Con seguridad no me hubieran creído, ya que Laura extendió un cheque de cien mil pesos, y lo entregó al comandante después de pedirme que se lo firmara. Puedo testificar que yo soy el único que entiende por qué estoy condenado a veinticinco años de “prisión”.

* Del libro Sin mí me muero. Consejo Estatal de la Cultura y las Artes, Guadalajara, Jalisco. México. 1993

   
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