De: De la música el silencio:

La espera

La espera es otra manera de comprender el paso del tiempo. Me gustaría afirmar mejor que el tiempo no pasa, que no existe, es una ilusión. En cierto modo es cierto, pero qué mejor que aceptar que el tiempo, existencia que es, y no propiamente convención, no imaginería colectiva, el tiempo somos nosotros mismos. Comprender el tiempo es sabernos tiempo. Si no nos diéramos cuenta que este presente que vivimos, que esta vida no es para siempre, no tomaríamos las grandes decisiones. En la medida en que aceptamos ese paso, esa irreversibilidad, somos intemporales. Paciencia, digo y me digo. Lo demás, el apuro, la angustia, el sofoco de verse inmiscuido en una realidad que parece no pertenecernos, o al contrario, rebasarnos, es tiempo en espera de imagen. Es que nosotros, a fin de cuentas, somos apenas imagen del tiempo.


Elogio de la sonrisa

Una música cotidiana, capaz de superar al dramatismo tragicómico que en la vida muchos llevamos a cuestas como una joroba estorbosa: la sonrisa, que salva de la adversidad. No nos libera. Ni tampoco lo contrario. Más bien es el reflejo de un estado del alma, que deja deslizarse a cuentagotas por el rostro el gozo de disfrutar el presente. Sencillamente, sin cuestionarlo ni reclamarle nada, la sonrisa agradece al mundo por ser mundo, tal cual es. Sonreír es pactar un trato de paz con nuestras circunstancias. No deshace los nudos de la confusión como la risa –esa espada gordiana–, sino que es como un Cristo caminando sobre las aguas, o como un mosquito. Manifiesta nuestra fe en el tiempo.


Mirar

Nada cuesta más trabajos que mirar a las personas, realmente mirarlas, a los ojos, esas ventanas de nosotros mismos que quisiéramos muchas veces polarizadas, pero no, muestran el interior de la casa, lo querido y lo no querido, lo deseado y lo indeseado, porque mirar es también dejarse mirar. Pocas personas son capaces de semejante transparencia. Nos traspasan hasta la pared de atrás y nos duele ser conocidos no sólo por ellas, también por nosotros mismos, que entonces aprendemos más de lo que podríamos haber imaginado. La poesía, valga decirlo, es mirada –así se trate de un ensimismamiento. La poesía de la realidad y la realidad de la poesía en el lenguaje. Los malos poetas luego se evidencian porque evitan mirarse primariamente a sí mismos. No se necesita abrir los ojos para mirar –esto me lo ha enseñado alguien que sabe mirar y mirarse. “El cántaro roto” de Paz es un poema que mira con los párpados cerrados. No se necesita mirar sólo con los ojos, aunque no haya, según creo, mejor mirada que ésa. Los oídos, el olfato, las manos, la piel, miran y se dejan mirar. Ello da miedo, es lógico, pues si no cualquiera lo haría y en todo momento. Los poemas nos miran cuando les miramos, nos tocan cuando nos atrevemos a tocarlos, o nos sueñan y por ellos somos capaces de soñar. Lo mejor o lo peor de mirar es que nunca basta con una sola vez: el flujo de la vida, gozosamente, nos invita a ser siempre lo que aunque nos neguemos hemos venido a ser:


Escuchar

Dejar de escuchar es dejar de estar en el mundo, es dejar de saber del mundo nuestro de cada día e instante para situarnos en la nada envidiable nada. Si mirar es mirar el alma, una esencia sin tiempo, intemporal, escuchar es oír el ritmo con que el alma participa del concierto a veces desconcertante del mundo. Cada cabeza, nos dicen, es un mundo; cada cabeza es un lenguaje en busca de la comprensión de otros lenguajes, supongo. Los amigos, que tanto ensalman la existencia, lo son porque son capaces de comprender y participar de nuestro lenguaje, de hacer común un lenguaje, de crear su propio código. Digo esto a sabiendas de que no es fácil escuchar, en la idea de que escribir, también, es un acto rítmico, un acto de oyentes, de comunicación. No hay escritor que no busque ser oído, aunque para esto bien pueda poner sus condiciones. Ni qué decir los músicos, y quizá coincidan pintores y escultores en que la composición de sus cuadros o esculturas expresa el ritmo de una música. Escuchar al otro es reconocerse a uno mismo y es también, entreveo, otra manera de llegar al silencio, un buen silencio: el de aquel que se sabe acompañado. El otro, en el anverso de la moneda, aquel “infierno de silencio”, como le llamaba un amigo, no es sino incomprensión del ritmo de la vida: confusión y miedo devienen de una carencia de lenguaje, de una imagen falsa de sí y de quienes nos rodean. No es que tenga que haber un solo lenguaje, sino que es necesario reconocernos en los múltiples lenguajes que con nosotros se relacionan, o nos buscan (o se dejan hallar) para relacionarse.

Solemos olvidar que escuchar es un acto de amor.


Soñar

Dormir o soñar despierto. Soñar, a fin de cuentas. Dejarse llevar. Los símbolos son sin necesidad de una conciencia: ellos mismos nos dan conciencia. Y es que los sueños, por sí mismos, son también vida, en todos sus espectros. ¿Habría que buscar explicación a la vigilia en la vigilia y a los sueños en los sueños? Lo cierto es que los sueños en definitiva sí rigen nuestra vigilia, son respuestas a preguntas innumerables veces nunca elaboradas del todo, más que en sueños y en el sueño simbolizadas. Allí reside la convergencia del sueño con la poesía. Es como si cada poema fuera un sueño. Comprensibles o no al primer intento, son un acto de rotunda liberación. No obstante, concuerdo con Vicente Huidobro cuando afirma que en el poema el poeta pone en función su mejor conciencia: su atención. Su imaginación. Los sueños son incontrolables. Igual los poemas, que hacen lo que quieren. ¿Entonces? Bueno, pues que la ensoñación del poema nos revela un sentido: sabemos que el lenguaje llegará a algún lado, de algún modo, aun cuando sólo sea para señalar que no existe lugar al cual llegar. Pero ya es algo. Hay que internarse en el lenguaje, dejar que nos envuelva, aguzar el oído. Cabe aclarar, de este modo, que no es lo mismo recordar un sueño que soñar, puesto que el sueño es el hijo rebelde de la memoria. Y en el poema, valga decirlo, soñamos. La vigilia se vuelve más bella cuando se le sueña. Si la vida no es sueño, al menos nos ha sido dado el don de transformarla.


El principio de la locura

Descontextualización quizá sea la palabra necesaria para señalar el principio de la locura (la locura como principio universal), una locura que como todo defecto remarcado y llevado a niveles suficientes de necedad e insistencia, a fuerza de tesón lograría adjudicarse, con razón, por paradójico que suene, el título de virtud. Y es que esa posición al margen hace de la autoexclusión un mensaje, sin pretensión de serlo, y mejor dicho un fenómeno constituido en mensaje (visto así desde fuera, desde la supuesta cordura) contra la misma línea que le define como tal, un mensaje o balbuceo que entroniza la lógica de la ilógica, opuesto a toda gramática fija del comportamiento. La locura, razonablemente, no carece de nada, ni siquiera de razón, puesto que no aspira a ella (ni a algo en particular), de allí que siempre logre sus objetivos, que tal vez debiéramos llamar subjetivos, para precisar. Pero la locura del lenguaje –limitándonos a un campo particular–, como el juego (esa locura bien legitimada en ciertos contextos, no en todos, y atacada con denuedo en otros), obedece a una disciplina de la reglamentación, unos principios básicos convenidos con la propia conciencia. Cada loco con su tema, solemos decir, y los poetas lo oyen sobre sí sin inmutarse, con cierto orgullo del incomprendido por firme decisión personal, y apenas medianamente entendido, no sin esfuerzo. Si nos atenemos a las funciones del lenguaje sugeridas por Jakobson, de verdad que a la poesía bien le valdría nombrarse así, como la locura del lenguaje. Y los lectores, buenos o malos intérpretes de la conciencia, receptores de una sensación placentera para todo iniciado en las artes de la simbolización, cómplices a la escucha desde su diván de lectura. La poesía impone el reto de ser comprendida sin ser entendida, o al menos, de comprenderse a pesar de haberse entendido. Porque el loco es emocionalmente comprensible y tedioso de entender a menos de que se llegue a partir de la desviación, del laberinto en el lenguaje que raya en la aparente pérdida de su hilo conductor, acaso momentánea, a una mejor complicidad. Descontextualización, se dijo, y se quiso decir más bien transcontextualización. Juego, divertimento. Una rebeldía contra la irrealidad de la realidad, contra la objetividad, o sea, la legitimación de una nueva realidad que hace vibrar los cimientos de la seguridad, que aborda el riesgo de desplazarse en el vértigo de la incertidumbre. La locura del lenguaje, y en su corporeización indispensable, el poema, es una máscara que, al proveer a su portador de un régimen de conciencia que le sobrepasa, le dota además de cualidades universales, de la probabilidad de ser otro, todos y ninguno, nadie. Cuestionamiento más plenamente que afirmación, o afirmación no de la duda sino del misterio que encarna al fin el deambular por eso que llaman realidad y termina siendo otra cosa inabarcable, nunca sólo aquello, esto. Sobre todo, enfermedad que sana al lenguaje, con esa su capacidad histriónica que a veces llaman ficción o mentira, de la verdad, y le descubre muchas de sus verdades, o como dirían algunos, le saca sus trapitos al sol, sin apenas percatarse de ello.


Algo sobre viajar

Viajar es respirar con un ritmo diferente al habitual y, por tanto, pensar en otra frecuencia. Sentir también, si tomamos en cuenta la muy oriental actitud de sentir lo que se piensa y pensar lo que se siente. Yo creo que pensar y sentir, en sus mejores momentos, son una misma cosa. Viajar, pensar: ver, conocer, desplazarse hacia un espacio por habitar, ajeno por principio, al menos hasta que tanto nos reconocemos en él que urge otro desplazamiento. Hay quien viaja al detenerse en los arabescos y oleajes de una alfombra, improvisados sucedáneos o atajos herbarios aparte. Hay quien, aunque se dirija a un lugar ignoto, nunca se ha apartado de sus propios pensamientos (¿sentires?). Cuando se viaja no se sabe nada. Al menos yo no sé nada. Uno olvida todo aquello que antes leyó o le dijeron debía visitar o tener en cuenta una vez que ya está ahí o en lugares de los que nadie le habría sabido decir nada. Se deja llevar, que el paisaje lo descubra. Viajar, pienso, es contemplar, es templar un tiempo no nuevo (¿pues qué tiempo no lo es?), sino más bien consciente y, así, concebir ese ritmo al que antes aludimos, escuchándolo con el cuerpo entero, poco importa qué tan lejos vayamos o cuántas veces. Nunca vamos a donde mismo. O sea, lo que ningún viajero ignora: viaje es destino. Lo más elemental quizá sea incomunicable. Viajar es, también, convocar: un niño frenético y descuidado choca contra mis piernas en una calle subterránea de Shangai, cinco adolescentes en camiseta juegan basquetbol de noche, rebotando su balón contra los muros de una antigua fortaleza china en Jinan... Una mujer joven, de cabello largo y rubio, vestida de gabán, camina bajo un cielo nublado para atravesar la calle del Norte hacia Corrientes en Buenos Aires, sonriendo para sí, como tantas más en esa ciudad… Otra muchacha indígena, de piel broncínea y pies descalzos, recorre, a media mañana, con la cabeza erguida y la cabellera lacia, bruna, junto con su madre, pequeñísima y apurada, una carretera que desemboca en la ciudad de Guatemala… No hay significados más allá de los hechos, de sus detalles, inventados o no. Pienso, siento: todo es real, aun lo irrealizable. Viajar o inventar, da lo mismo, dan algo más que lo mismo: imaginar, vivir o hacer como que se vive, viviendo. El gerundio es importante. La experiencia se estira, se apropia o retiene (dejándola ir luego con suavidad) al igual que la pronunciación de la ene y la de contra el paladar… nos desembaraza de todo lo que ella no sea, trayendo consigo, finalmente, si de verdad ha habido desplazamiento, lo inesperado.

   
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