Poemas
Jorge Esquinca

Oración a la Virgen de los Rieles

Bendice, blanca Señora, al más humilde de tus peones.
Concédele vía libre para llegar a Ti.
Ilumina sus noches con el carbón encendido de las máquinas.
Que tus ojos claros sean, en toda encrucijada, brújula y linterna.
Todo tren un potro ligero hacia tu Reino.
Llévalo, gentil Señora, de la mano sobre los durmientes.
Administra, con tu prudencia infinita, su pan de cada día
y cubre con tu sombra favorable los rieles errantes de su casa.
Aquieta sus pasiones,
deja escapar en la medida justa el vapor de su caldera.
Apártalo del estruendo de furgones y góndolas salvajes.
En el vasto ferrocarril de sus breves días, no le des asiento en el gobierno,
pero guárdale siempre un sitio discreto en el vagón de tu confianza.
Bendice, blanca Señora, Virgen de los Rieles, a tu hijo más humilde:
tierra suelta que dispersas con tu manto.

Casa de salud

Recuerda los altos muros encalados del sanatorio. Nubes gordas y la altiva cresta del sol en los corrales del verano. Las voces chillonas de las enfermas, pálidas sirenas de historieta. Nadie mejor que él recuerda los días que se continuaban como una línea de tiza en el pizarrón de su delirio. La tonada de una canción ranchera que silba cuando cree que nadie lo escucha. O cuando está contento, como esta mañana. Cielo azul y muros blanqueados. Estira sus ramas que relumbran como un pensamiento, mira hacia abajo para estrenar la nueva altura de su tronco. Hunde con firmeza los pies en la tierra recién regada y un cálido vapor toca su frente. Hoy como nunca puede sentir la circulación misteriosa de la savia. En el bolsillo de su camisa duerme un pájaro.


El arte de la fuga

Las muchachas ligeras llevan un zepelín tatuado entre los senos. Miran a los mortales desde aquella liviandad privilegiada. Viven entre nubes, con la indolencia azul de unos ojos habituados al comercio celeste y cotidiano. Ignoran el plebeyo mareo de las alturas. Para ellas todo es distancia, torre de viento, laberinto volátil. Las muchachas ligeras, gotas de tiempo en la clepsidra, se hablan de tú con la estratósfera. Ponen a secar su ropa íntima, siempre húmeda, en un pico de la estrella polar. Juegan bebeleche con la Cruz del sur y esconden la saeta de Orión entre sus piernas. Ríen. Nada hay más aéreo que su risa. Las muchachas ligeras echan volados con los ángeles y apuestan contra la existencia de Dios. A veces ganan, a veces pierden —nada hay más cierto que su risa. (Cuando, imprudentes, tocan tierra, se vuelven canción desdichada, zumbido que ciega al navegante.) Las muchachas ligeras son agua perdida, nadie podría jamás domesticarlas.

La vaca

En tus ojos taciturnos asoma el paisaje de un continente pretérito. Ancla familiar, roca rumiante, isla de alfalfa bajo un cielo sin límites. Fodonga y menesterosa, avanzas con larga pereza tras un cortejo de moscas. «Madre celeste del sol, patrona de la montaña de los muertos, alma viva de los árboles», te llaman a grandes voces tus hijos ávidos y tristes. Pero tú, desde tu mole soberana, nada pareces saber. Hogareña, macilenta, desplazas tu indolencia de la sala a la cocina o vas y te tumbas a la sombra de la higuera. Fuente ambulante de bienaventuranza, vaca cósmica, un hilo de leche en los labios de Milenka hace vislumbrar un paraíso.


Taj Mahal

Para construir un Taj Mahal hay que comenzar por lo que no se ve. Falta reunir las noches de alta fiebre, el celo de la pantera, el casto deseo de la crisálida. Faltan ríos, pantanos, restos de naufragio. Faltan voces, clamores de hospital, el fatigado rumor de las tropas que regresan diezmadas. El reflejo de una hoguera en los escudos, la plegaria del cobarde en el segundo que precede a la batalla, la mueca del traidor, el tabaco liminar del fusilado. Falta el sol que se dilata en el aguamanil, la luna sigilosa tras la higuera. Los reinos giratorios del coraje, los pozos de la vergüenza, el cepo de los remordimientos. Días repletos de nubes y de niños, de brújulas y pájaros, vestigios del paraíso confiscado. Falta la levadura de la música, los purgatorios del alcohol, las reticencias del ángel. Tardes amplias como un azoro de muchacha. La tejedura de la pasión, hiedra del instante. Falta desaliento, sangre, vértigo. Para construir un Taj Mahal es preciso comenzar ahora, mañana será siempre demasiado tarde.


Prosa de Inés camino al Cielo

No sabría decir que todo comenzó con la visión de una espada —ya no distingue ahora, traspasada por ráfagas, oriente y poniente, zenit y nadir, dentro y fuera —arrebatada de sí, en plena ascensión, nada sabe de la fiesta —toda ella es un sí del vértigo, una sílaba —va más allá de no sé dónde, pero va cierta —va subiendo por climas como andamios, por escalas de puro latín —va de egipcia, de azafata, de calandria —el martirio es un país al que llegó de paso —el fuego le tendió una cama y se olvidó de corre, ve, dile —se hizo un solo mensaje ensimismado —giratoria, desgreñada, púber, se ha vuelto flor de pasmo —y va que vuela.


Trazo para una adivinación

Cuando duermes, hay una región de ti en que estás despierta. Sólo ahí se abre tu deseo, ese cristal que ha de cortarme siempre, en este instante. Tú pareces no saber, pero abres las piernas, los párpados, las nubes. Nada puedo mirar: ciego, asisto a tu nacimiento. Avanzo con el tacto a la deriva, sólo confío en mi lengua, en la muda que ha de repetir las palabras que hemos dicho nunca. Toco tu oreja y encuentro el rumor de un mar en el que has estado sin mí, sola. Humedezco con saliva tu garganta para que no despiertes y en aquella provincia alumbre una ventana. Por tus senos, por tus pezones que duermen a la orilla de ti, sube mi lengua. Tan lejos de tu corazón, mi lengua se alimenta de tu corazón. Dormida, presa en ti, tú misma sueño de Dios, ofreces la espalda. Mi lengua se demora, desciende, quiere saber en ese lugar de nadie y nunca. Mi lengua te busca ahí, se divide en tus muslos, calla con tu sangre que canta y cae entre tu infancia y tus tobillos. Mi lengua, entonces, te sabe hueso, glándula, derrumbe; te lame el alma que ni tú sabías, te va sabiendo en esa región tan parva, tan ácida, tan nube; te va diciendo las palabras que sólo escuchas cuando duermes y te abres, te va diciendo nada, cosa del lenguaje, Señora nuestra, profecía.

Jorge Esquinca
Nació en la ciudad de México en 1957. Vive en Guadalajara, Jalisco desde 1968. Tiene publicados, entre otros, los siguientes libros de poesía: Alianza de los reinos (FCE, 1988), El cardo en la voz (Joaquín Mortiz, 1991), con el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, Isla de las manos reunidas (Aldus, 1997). Paso de ciervo (FCE, 1998). Vena cava (Era, 2002). Uccello (Bonobos, 2005). Recientemente, con el título Región 1982-2002, la Universidad Nacional Autónoma de México ha publicado su poesía reunida. Su traducción al español de The compass flower /La rosa náutica de W.S. Merwin mereció el Premio Nacional de Traducción de Poesía. También ha traducido libros de Henri Michaux, André du Bouchet, Alain Borer y Maurice de Guérin. Ha sido becado por el Ministerio de Cultura de Francia. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

   
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