Efrén caminó de la ventana a la puerta de la cocina, siempre las miradas fijas en él; regresó y volvió, y volvió a regresar. Siempre era tan puntual y hoy el retraso debía ser premonitorio, era su único amigo, era más que eso, era un espejo en que podía reflejarse sin remordimientos. Eso lo supo desde la primera vez que lo vio en el salón de clase, mientras los niños se burlaban de ellos, les gritaban sus defectos y reían ellos se miraron. Entonces, precisamente entonces, y precisamente por causa de esos defectos que sentían caerles encima como saliva espesa y espumosa, se fueron reconociendo y, sin hablar, hicieron el pacto. Cuando terminaron sus estudios decidieron, bajo un enorme laurel de la India y horas antes de ir al baile de graduación, a lo que dedicarían. Tenía que ser ese único trabajo, tenía que serlo, por honesto y sencillo, mecánico y contundente. Una capucha de cuero para los dos y ejercitarse con los cerdos en el rastro. Y antes que nada estaba el pacto: el que fallara primero sería quien cambiaría de papel. El que subsistiera guardaría silencio y soportaría las miradas que los dos habrían acumulado. Ninguno se salvaría, ninguno, lo sabían, eran toda la humanidad. Después de haber decidido la profesión fueron al baile con sus trajes similares de lana oscura y gruesa. Enormes y descompasados bailaron el vals sin importarles las risas y el desprecio de la gente. Efrén llevaba por la cintura a Toño y éste descansaba su mano en el hombro del amigo. Un leve temblor en los labios, eso era todo, nada de Dios y sus ángeles, nada de grandes rascacielos y oraciones, eso bastaba. No hablaron una sola palabra, solo se miraron satisfechos. Una sonrisa, una lágrima quizá, pero pasó desapercibida.

Iban a dar las seis y Toño no llegaba. Efrén fue a meter la gelatina al refrigerador, también las natillas. Regresó a la sala y volvió a acomodar los cojines del sofá, recorrió un poco el florero con flores de plástico y se dio cuenta que tenían un poco de polvo. Le pasó el dedo a cada pétalo y luego se lo limpió en el pantalón. Junto estaba la fotografía, aún en su marco de plástico verde, se las habían tomado en la feria, cuando tenían dieciséis años, los dos muy serios posando sin tocarse siquiera, mirando infinitamente a quien los mirara. Como si quien les hubiera tomado la foto lo hubiera hecho a través de un espejo. La soledad estaba presente en el retrato, por eso espantaba un poco. No eran muchos quienes sabían aceptar la vida con tanta fascinación. En el trabajo decidieron turnarse una sesión cada uno, porque nunca se sabía las veces que se requerirían sus servicios. La costumbre era que al final de la jornada, a quien le hubiera tocado el último trabajo, fuera a dejar la capucha de cuero al otro. Debía tocar, esperar a que se abriera la puerta, entregar la capucha sin hablar y desaparecer. La única vez que se conversaba era en sus cumpleaños. Eran fechas especiales y la conversación normalmente versaba sobre las recetas de cocina.

Eran las seis treinta cuando sonó el timbre. Por fin había llegado. Efrén, olvidándose de las miradas, recorrió la estancia hasta la puerta alisándose el copete con la mano que lamía y volvía a lamer. Al abrir la puerta se topó con Toño quien lo miraba beatífico, sosteniendo la capucha. ¿Fallaste? Fallé. Pero… No lo dejó terminar, cruzó el umbral con su paso lento y estorboso y fue a sentarse en el sillón: el hacha no estaba bien afilada, ese fue el problema, dijo. Efrén lo siguió. Toño ni siquiera se había fijado en lo que había en la mesa, ni siquiera lo había felicitado. ¿Entonces será…? Sí, será con hacha. Efrén suspiró y sin perder tiempo fue a la bodega. El recuerdo los abrazaba, era uno solo y no era posible aprehenderlo. Los dos sabían que era un recuerdo apetitoso, quizá el descubrimiento de un sabor nuevo, o una sonrisa o simplemente el sol sobre sus cabezas mientras descansaban en la banca del patio de la escuela.

La sala estaba llena de miradas, cientos de miradas y por primera vez hubo un titubeo. Todo se mantenía callado, estático. Efrén, con la capucha puesta, sostenía en alto el arma. Toño, hincado, respiraba con dificultad. Un sonido incesante de poleas, resortes y círculos recorrieron el mundo, los ojos no parpadeaban. Era solo un instante, solo un instante.

   
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