Pasaban los rostros y algo
había muerto en mí.
Eran cristales
rotos.

Arriba de nuestras vidas
se derrumba el Cristo entre las nubes rojas.

Dije que algo murió en mí,
fue la tienda de campaña
del domingo, las rojas
cicatrices del desvelo
y la pileta de las lavanderas
como quien
cae desnudo hacia la tarde.

No hay nada, sólo cosas.
Este mar nombrado, el vuelo
del pájaro, las dársenas
malolientes, un puente envejecido
y unos cuantos pasos.
Son sólo palabras,
música de otra música
ya ausente en esta noche.

¿Tendría que nombrar esta ciudad,
el chillido de estos pájaros, estas
nubes bajas, grises, y el eucalipto
que cubre la sombra del amor?
Pero no hay nada, sólo cosas.



La cordillera como hoja
de afeitar.

Tracé un surco.
Hay una línea.
Como hoja de afeitar,
una muchacha con cielo de muchacha
en el regazo de mí. Dios; su rostro
de ojos inusitados y sulfato de cobre
está sucediendo.

Lo dije: “La cordillera
hace guardia a medianoche. No es
de aquí este soplo, la
mano que cubre suavemente
el destello
que habitará en su boca.
La escritura se extenúa.
Como una hoja de afeitar
la cordillera
tiene en sus reflejos
un poco de mayo
y piedras para el anochecer.

Que alguien se lleve
estos soldaditos de plomo,
esta ventisca de plazoleta abandonada.

Yo te tuve en mí, dice ella. No puedo
darte los guijarros de María, pensé
en decirle. No puedo mirar a la Sabana
sin creer en la balanza del molino del pasado.

Después de la ventana
hay luces y grises fatigados.
Una hoja de afeitar
entre el cristal
y el mundo.
La cordillera y la escritura.
La cordillera.
La escritura.



El cielo de la cordillera
es rojizo, y cae
en tus ojos.

Hay algo de cielo, hay
algo de amor y música leve.
No podría
ser de otra forma: la escritura
se extenúa frente a esta luz oscurecida y en mi regazo.



Un ruido de metales
en el agua,
un ruido
en la Sabana.
Entre las golondrinas,
alrededor del corredor
y en el estanque, siete patos
se sumergen.

No avanzo
entre la hierba y la lluvia.
Todo viene a esta extensión
de humedades y verdes.
Allá está la cordillera, ahora
lejos de mis ojos
las nubes
se adormecen.
Los toches pían
en los arces y eucaliptos.

Todo podría
ser entonces la fractura:
toches, golondrinas
patos, perros que cruzan
el riachuelo.
No existiría entonces
esta extensión de adioses,
de cielo ausente,
de cuerpos
perdidos entonces en esa herida.
Podría decirlo:
“es la Sabana voces de mercurio,
voces en la blancura. Caballos
apresurados alrededor de la montaña.”

Escucho este rumor del agua
y el reflejo de las bromelias
llega a esta pupila adormecida.

No es el tiempo
el que transcurre, es una larga
sucesión de encuentros.
Iba a decir algo:
este campo se abre
y la lluvia
no aplazada no son un espejismo.

Los toches se ocultan en el ciprés
y en la memoria.
Hojas que son mundo.


La Sabana es un presentimiento.

   
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