Sueños de un niño malo

(Relato del libro “En torno a Valdepero”, escrito por Pedro Sevylla de Juana y editado por Huerga y Fierro Madrid-2003 ISBN:84-8374-414-7)

"Ya verás como sí, como la luna asoma y se muestra entre las nubes y después desaparece por arte de magia, blanca y amarillenta, cenicienta y pálida. Ya verás como sí", me decía mi primo Santiago, a quien trataba yo de hermano al no tener ninguno. Efectivamente, una descolorida hogaza, amasada millones de años antes, en una tahona incomparablemente mayor que las de Florentín y Diocle, se reflejaba a intervalos en los cristales, iluminando el arco valiente y el dado de piedra emplazado en nuestra esquina, punto de encuentro de Fidel, Fortu y los Melgos reunidos en animada charla.

El día en que -recostado sobre el colchón y cantando de cuajado alborozo- mi padre me traía en el carro desde el colegio, Santiago salía a esperarme llegando hasta el palomar de don Manuel o el Altillo. Durante las vacaciones iba yo a su casa o se quedaba en la nuestra después de cenar y, entonces, dormía en mi habitación.

Era verano y las noches, indolentes y cálidas, nos veían en el balcón, de codos sobre la baranda, hablando y hablando hasta que pasaban las mulas camino de la era para acarrear las nías. Incansables bestias de carga y tiro llevadas del ramal por adormecidos labradores -acaso Eloy o Geñín, diligentes en su intención de echar tres viajes- a quienes saludábamos con voz medida, cuidando de no despertar a los nuestros, cuyo sueño debíamos interrumpir a la una menos cuarto de la mañana. Cumplido el encargo nos acostábamos en camas gemelas -idéntico colchón orondo de lana, semejantes sábanas de lienzo curado, colchas azules de repetidos dibujos- y tras las palabras no dichas desaparecíamos en la niebla que poblaba nuestros ojos. Después, persistentes, sublimación de los infantiles temores, venían los sueños. Aún hoy, de algunos me acuerdo vivamente, lúcidamente, como de aquel que denominé

“Sueño del pez de arena”

referido al pez que se diluye cada noche en la playa extendida a lo ancho de una antigua postal, enviada por algún abuelo o tío desde una olvidada guerra o milicia, situada en la sugerente África. Tarjeta guardada entre las hojas de un libro sobre Las Cruzadas, encerrado, a su vez, en el cajón de la mesa de ignorado nogal, soporte del que mi madre se servía una vez al año, para preparar el embalsamamiento de las sabrosas tajadas del cerdo. Animal renovado y constante al que yo tomaba cariño cada temporada, quizás por alimentarlo, de ciento en viento, con una masa humeante y odorífica, mezcla caldosa de harina de cebada y salvado de trigo; o con un hervido de patatas pequeñas como ceros mayúsculos, hechos por mi mano o las de Yayo, Lalín, Arsenio, Calleja o el Bala en la escuela de El Corro, destinada a los párvulos.

Ceros titubeantes y amorfos como patatas deformes que el cochino comía deleitándose, ignorante de su trágica y cercana muerte y posterior aderezo, especiado sobre la mesa de nogal en cuyo cajón se guardaba el libro de relatos épicos y pasionales, referidos a las comprometidas aventuras de los Cruzados, que entre sus páginas amarillentas acogía la misiva, avanzadilla probablemente de un mantel bordado con arábigos motivos, desde la impenetrable África, tan a mano en el mapa. Ilustración perfilada con estilo decidido y libre, evocadora de la placidez de una playa vista en sueños, instante intemporal en que unas manos, húmedas de espuma, modelan un pez de arena diluido en las olas.

Peje escurridizo procedente de galaxias un día cercanas a nosotros, alejadas por la expansión hacia los límites del Universo, confines de la imposible infinitud en que nosotros vivimos, vecina de si, lugar de nuestras cuitas y desvelos, territorio del pez que se licua en mis manos cada vez que los dedos lo apresan por el lomo y la cola, tratando de llevarlo al desván de mi mente, con el único fin, ignorado por él, de ponerlo a salvo del gato y de los peces grandes que, como es sabido, se alimentan de congéneres de menor tamaño. Intento nutrirlo con flores flotantes, tan minúsculas, tan imperceptibles, que se confunden con el aire constituyendo un peligro cierto, pues nadie puede respirar pétalos aunque sean mínimos, ni estambres, ni pistilos, por más que procedan de florecillas microscópicas como las que yo he palpado, caídas quizá de otro sueño que tuve la ocurrencia de llamar

“Sueño de las flores del cielo”

que trata de las flores nacidas del polen trasladado por los insectos o por el Cierzo; viento de mi niñez que los beldadores esperaban como si se tratara de la lluvia del mes de mayo. Agosteros sentados sobre las piedras planas del vallado que, mientras llegaba el soplo idóneo, fumaban cautos un cigarro haciendo pared firme con la mano, y echaban un trago de vino recién traído de la bodega situada bajo la casa del Arrabal; aquel bodegón enorme y vacío, donde yo, juzgándome templado, tenía miedo cuando se apagaba la vela, y buscaba ansioso la mano de mi padre.

Cueva a la que descendía una escalera cubierta de la abundante paja del corral, lanzada por las gallinas en su intento de lograr los granos de trigo escondidos, escarbando, escarbando, peldaños abajo, a pesar de saber como sabían, que sentados sobre los escalones algunas tardes de primavera mi padre y yo merendábamos sardinas saladas, escogidas entre las de mayor tamaño por mi tío Saturnino –estanquero y tendero de ultramarinos- del atabal de dorados arenques dispuestos en rosa de los vientos; o comíamos jamón, curado por mi madre al humo del hogar y a las heladas nocturnas, desde la tarde inmediata a la infortunada muerte del cerdo.

Disolvíamos la sal de las sardinas y del sazonado jamón, bebiendo un vino claro y limpio, elaborado por nosotros tras la vendimia alegre de las uvas plenas, polinizadas a tiempo, henchidas, maduradas en los meses de agosto y setiembre; pisoteadas en procesión de pies descalzos dentro de la pila del lagar, prensadas aprovechando la gigantesca viga y el pilón de piedra -en mi sueño se cimbrea tembloroso, incierto, amenazador, colgado del extremo de un tronco inacabable- haciendo contrapeso destinado a estrujar los racimos, y conseguir el derrame del mosto hasta llenar el pocillo perforado al pie. Sucede la acción en un otoño íntegro; teñida ya la tarde de tonos ocres, y de lagarejos la piel oculta de las muchachas bellas, postrado el sol a ras del suelo, cazador del horizonte en el poniente triste, tarde-noche, alfombra de pétalos y polen, aroma de flor polinizada.

Semillas diminutas suspendidas en el aire junto a finísimas gotas de agua, haciéndolas germinar aferradas al rojizo polvo del desierto africano, arena ínfima que el viento ardiente nos envía raras veces. Florecillas crecientes hasta el tamaño de una décima de milímetro, definidas, más que por su forma, apenas manifiesta, por sus colores: rojo, amarillo, azul, rosa, mezclados. En mi percepción distorsionada de la realidad las veo aumentar de tamaño sueño a sueño, flotando a la altura de un hombre de pie sobre un carro, cayendo suavemente, dignificando las piedras del páramo, las grises yeseras de Taragudo, territorio de Heraclio; realzando los pardos barbechos de la vega, las laderas del monte, las riberas fértiles del arroyo Mayor, y los majuelos generosos de las Altas; llenando el campo de color, floreciendo el pardo y el gris, creando primavera en enero. Mis manos procuran juntar brazados y hacer acopio de gavillas, pero al cerrarse sobre la floral cosecha, los cardos traidores y las gatuñas dañinas punzan los dedos, despertándome.

Regresaba, entonces, a la incompleta vigilia, y me apropiaba de la luz apretando el extremo de la pera que restablecía el circuito. Originábase al instante el brusco avivar de mi entendimiento, intranquilo hasta confirmar la presencia, entre los pliegues de la almohada embellecida de bordados y la azulina colcha, de la revuelta cabellera y los ojos cerrados de mi primo Santiago; y una vez comprobada la compañía y el acompasado respirar de quien no tiene penas ni preocupaciones porque no ve inmediato el peligro, tornaba a dormirme, y soñaba con trompetas de plomo sopladas por ángeles llegados del mismísimo Apocalipsis, posados con un dominio propio de águilas altivas sobre el

“Sueño de la expoliación de las trompetas del órgano”

que volvía de forma recurrente y alterna, noche sí noche no, hasta el preciso y esencial momento en que los ladrones se quitan el sombrero de paja y la máscara de lienzo raído; retazo de una sábana usada, gastada, rala en los bordes, rasgada en el lugar de los ojos y la boca para que los amigos de lo ajeno vean y respiren. Trozo hermano de pieza del pañuelo que enjuga el sudor de su esfuerzo, separados ambos por la violencia de las afiladas tijeras, y nuevamente unidos durante algunos instantes -los que dura el acto de secar la piel húmeda- cuando la desnudez, necesaria para el enjugado de la transpiración, hace inevitable el descubrimiento de la frente y las mejillas; situándome a punto de identificar sus rostros verdaderos y acaso sus auténticos nombres de ladrones de tubos de órgano. Mas en ese preciso momento el sueño tiene su fin, seguramente adelantado de alguna manera misteriosa por los mismos que hurtan las trompetas en la iglesia parroquial o por sus encubridores.

El órgano, que desde un lado del coro llega al alto techo, es bajado pieza a pieza por quienes, esmerados, lo acaban de desarmar. Descienden ocultos tras sus caretas de agosteros o atropadoras, cuidando el paso lento: pie derecho moviéndose cuando ya el izquierdo está quieto, un escalón y luego otro, de noche y a oscuras por las gastadas y crujientes tablas de la escalera, hasta alcanzar la calle donde espera en silencio un camión, o una galera de silenciosas ruedas de caucho, tirada por calladas mulas herradas con herraduras de goma; cómplices, herrador, mulas y galera, de los disfrazados que yo estoy en un tris de concretar, cuando debido a alguna acción maligna, dirigida a distancia utilizando facultades singulares, me despierto.

Deseaba iniciarlo exactamente en el corte producido dos días antes, sin conseguirlo; eternamente condenado por algún espíritu protector de los ladrones, a ignorar en su totalidad la segunda parte del sueño, esencial, repleta de claves, imágenes directas; aprendiendo, sin embargo, la primera en sus mínimos pormenores. Una y otra vez volvía a iniciarlo por el principio con distintas variaciones en los protagonistas; grupo de personas que en el sueño aparece, ofreciéndose al azar o a las matemáticas para que jueguen sus mezclas y combinaciones: un padre y tres hijos varones parecidos en el lienzo de sus carátulas; una madre con dos hijas y un hijo, dos jóvenes ayudando a sus padres. Tienen en común las permutaciones una conmovedora escena familiar, que hubiera servido de ejemplo a las generaciones actuales y futuras de ser su propósito confesable, invalidándola sin remedio el empeño puesto en llevarse lejos, a otra dimensión probablemente, las melodías elevadas hasta lo sobrenatural de la Consagración, o las no menos sobrecogedoras del Sanctus; evitando, con su malhadada actitud, que la eufonía propicie ardores espirituales de feligreses tibios.

A pesar de su argucia, los tomadores para sí de la propiedad impropia, hallan en el pecado su penitencia. Sin duda pasan las de Caín, sudorosos bajo las máscaras de lienzo y los sombreros de paja, forzados a fundir el plomo de los huecos cilindros que con el concurso del viento logran maravillas sonoras; obligados a alimentar el fuego del horno y a ofrecer los pesados lingotes resultantes a Pedro Botero -único postor- en dilatadas negociaciones oficiadas entre calderas de azufre fundido que -como bien conocen quienes utilizan torcidas para desinfectar las carrales- exhala un hedor insoportable.

Y en ese álgido momento, con el olor a alcrebite y el calor extremo, despertaba, o llegaba sin rupturas a aquel sueño horrible conocido como el

“Sueño del niño malo iniciador de la tromba”

que a más de acongojarme me ponía remordimientos en la sensitiva conciencia, porque el niño malo era yo en la época funesta que quisiera olvidar. Mi nombre de niño malo era Pedro Demonio, puesto en justicia por una mujer íntegra, la esposa del señor Agustín, el albañil, debido a que en reiteradas ocasiones obraba mal, a veces sin quererlo, como aquella vez que junto al arroyo de Valdegayán jugaba con el perro de mi abuelo y lancé una piedra que, cual equilibrada saeta, alcanzó su objetivo: el rabo inquieto y vivaracho del can, hueso exacto sobre el que la rueda pequeña de la segadora pasó el día anterior.

Lejos de mí para intentar morderme, ladra el herido a las cañas que están cerca. Y las cañas -bien porque se asustan, que menudos ladridos son, o bien por el impulso de los agudos sones- entran en movimiento y con su nervioso temblor alteran la quietud del viento cercano y circundante. De tal modo vibran que causan una ligera brisa vespertina, impulsora, como en broma, de las cañas del arroyo; que, excitadas, agitan al viento que, instigado, zarandea a las cañas. Inician éstas, con su enérgico vaivén, un vendaval que dobla a las cañas hasta un punto cercano a la ruptura. Varas que, al liberarse un instante de tan alta presión, empujan violentamente al viento, situándolo al borde mismo de la galerna, y recibiendo su brutal azote en las tiñas, en las acintadas hojas y en el erguido tallo. En lanzas, flechas y arcabuces los convierten, y como catapultas lanzan el viento huracanado contra los árboles y las paredes de las casas, de las casetas, de los palomares, de los cercados que, como los endebles naipes de las casitas infantiles, se desmoronan.

Íntegros tejados cruzan las calles, perros y gatos huyen despavoridos, hombres, mujeres y niños son alzados en volandas por el ventarrón, y dejados caer sin ningún miramiento. Relación que es tan sólo una muestra de efectos de la airada tromba, concluida, en apariencia, al detenerse las piedras más alejadas junto a la pequeña parva del arroyo. Renovada súbitamente al quedar una de ellas, y no precisamente la mas liviana, sobre el rabo dolorido del perro, cuyo aullido mueve a las cañas que habían tornado al reposo y, al moverse de nuevo, agitan al viento motor de las cañas, y así, tiempo y tiempo, hasta que de las paredes no queda piedra sobre piedra ni adobe sobre adobe, y nada hiere al dolorido rabo y todo se calma.

Sosegado el entorno abandonaba el sueño, como si el sosiego no fuera de mi interés o me escociera la conciencia, arrepentida de la época en que yo era un niño travieso y, sin querer, ofendía. Por esta razón, tratando de mejorar mi ánimo, me alejaba hacia otro sueño que llamo

“Sueño de la ermita de los desesperados”

iglesia de erguida espadaña, edificada hace cientos de años por piadosas gentes que, en añadidura, plantaron los árboles del Rabanillo, cuya fronda cortábamos los chavales -ramas verdes de hojas nuevas- transformando las de grosor adecuado en chiflitos. Dábamos valor al sobrante doblando arcos de enramada en las calles recorridas por el Santísimo -interior sagrado de la custodia de plata- el día del Corpus; y por el señor Obispo, repartidor de sopapos llegado el momento de la Confirmación.

Chopos y ermita eran testigos, la tarde de los jueves, del sorteo abastecedor de chavales a dos bandos opuestos, moros y cristianos, dirigidos por don Roque, el maestro bueno que venía de Monzón en bicicleta. La tarde gozne de la semana olvidábamos la enciclopedia y el "paramijo", para convertirnos en héroes de simuladas aventuras. Descendíamos por el interior de la chimenea negra y roja al horno de la tejera romana -fuego extinto hace veinte siglos- atacándonos con toscos palos a modo de espadas y lanzas. Disputábamos luego el resumido campanario, y los valientes que allí se encaramaban sustituían el culto de los vencidos por el de los vencedores.

Santuario ceñido a las novenas encargadas por cofradías devotas de la Madre de Dios y de su hijo el Cristo Crucificado; propio -por razón de proximidad con el Camposanto- de las misas de difuntos, repetidas hasta conseguir la eterna salvación del encausado. Solemnidades celebradas frente al altar mayor, consagrado a la Virgen del Consuelo, refugio final de los desahuciados por el médico del pueblo y los especialistas de la capital. Rodean su efigie múltiples ofrendas de apariencia inquietante, que en mi mente nocturna, en mi sueño agitado, llenan la estancia y pueblan la cama.

Cuelgan los exvotos del techo del altar, cubren las paredes, abarrotan la bóveda sobre la imagen venerada de la Virgen. Cabezas, piernas, brazos, niños enteros semejando infantiles muñecos de figura patética, que en la pesadilla invaden el dormitorio y se alzan hasta donde yo estoy, asiéndose con fuerza a mis manos, a mis pies, a mis cabellos; hasta que la Virgen del Consuelo -inspiradora de fe tan desmedida- los aparta y me arropa restableciendo la calma.

Ofrendas hijas de ese crédito inextinguible que mueve montañas, alegóricas donaciones como la muñeca de madera colgada más alta que ninguna, correspondiente al cuerpecito de la niña que en un descuido de su madre, mientras enroja la trébede de la estufa, prende sus ropas en la más violenta llamarada -cambiante, esquiva, devastadora, amarilla, rojiza- y arde como una antorcha, víctima inocente en inútil holocausto. Crepúsculo escarlata cuyo significado los médicos no saben descifrar, dadas las confusas explicaciones de la angustiada madre, que teniendo siete hijos más quiere viva a la infanta, y entra en las llamas como si fueran las aguas de la acequia. Sale al instante, forzada por el insoportable vulturno, y cuenta que el encargado de los trueques no admite el cambio de su vida por la de la hijita, inmolada sin objeto en el ara de la hornacha.

O como aquel pedazo de madera labrado a mano usando un cuchillo doméstico, representación fiel de un torso masculino, armónico y vigoroso, esculpido y donado a la ermita por una moza a la que de pronto poseyó una manía incurable, tras ser durante veinte años sensata y reflexiva. Conmovedora historia recreada por mi mente, inquieta de suyo, en el

Sueño de la muchacha que va con frecuencia al río

en busca del mozo que representaba el papel del novio en el teatro de la vida, quien en un momento muy apurado decidió iniciar la estirpe de pobladores de las aguas. Creyó de buena fe el joven que las profundas simas arañadas por los remolinos, guardaban la llave del equívoco y podían demostrar mejor que él su inocencia. Pensó que el líquido fluido disolvería la calumnia como si se tratara de los dulces terrones traídos de la azucarera, al reemplazarle el compañero del siguiente turno y salir corriendo, corriendo, impulsado por el deseo irrefrenable de ver a la novia.

La moza toma cada tarde el camino de Husillos y baja la cuesta con un sentimiento cambiante, movedizo entre la esperanza y el abatimiento. Arrepentida del crédito dado a las hablillas que lo dibujaron amando a otra; pesarosa de la momentánea duda que la hizo mostrarse hosca con la sangre de sus venas y el aire de sus pulmones; camina como si no existieran más galanes, como si la vida se fuera apagando en cada vela consumida ante el altar de la Virgen del Consuelo; como si creyera ajada y pálida la tersa y rosada piel y la edad se manifestara gris en sus dorados cabellos. Llega a la orilla, busca en la agitada corriente y no ve con claridad el amor que la estimula; no se muestra con total nitidez pero, en ocasiones, el torpe torbellino semeja un rostro, un cuerpo hundido en las revueltas aguas que arrastran tierra de torrenteras desnudas y estériles.

De vez en cuando se bosqueja el semblante sereno y el talle joven que, atraídos por el profundo silencio de los misterios oscuros, navegan río adentro hasta el centro de la tierra. Se evapora en el núcleo el jugo de las nubes cuando toca el fuego volcánico, y sube lentamente formando burbujas, violentos borbotones simuladores de un rostro identificado por la moza, que toma confianza en el hallazgo y regresa de nuevo a la corriente en busca del prometido, diluido en el agua con el único y exclusivo fin de ser buscado por ella mil veces y otras mil más. Plena de firmeza, arrastrando su fe y su pasión desesperadas, pregunta la moza a los barbos, y sabe por ese conducto que su amor bracea eternamente entre dos aguas, una cálida y otra fría. Corrientes opuestas que no se mezclan jamás, porque si lo hicieran, los cuerpos de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, infantes y doncellas, ahogados desde que el mundo es mundo, saldrían a flote y los que buscan perderían la expectativa.

Angustiado por el temor de estar dando cumplimiento a un sino inevitable, abría los ojos a la realidad y me agitaba durante minutos que se me hacían horas; hasta soñar con la vieja que me causaba un desasosiego distinto a todos los sentidos en mi niñez, mezcla de temor y lástima; añosa desdichada, habitante del

“Sueño de la anciana que comía barbojas del campo”

invasor de mi mente cada vez que llenaba yo el estómago más de la cuenta. Acostado en la casa solariega del barrio del Arrabal, frente al arco, escuchaba el tictac del reloj de pared, monótono e incansable, y seguía con los ojos cerrados el vaivén del péndulo, hasta caer lentamente en un sopor que progresando imperceptiblemente anulaba los sentidos. Parece ser que la oscuridad envolvente y la pesada digestión intrigaban para forzarme a imaginar las zigzagueantes andanzas de la andrajosa protagonista del sueño.

Vive sola en una casuca de las afueras, y aparece nubosa su faz arrugada, manzana marchita de áspera piel, pasada la época de vegetal esplendor, cuando el abierto bocado se llena de jugo y produce placer a los dientes, a las encías, al olfato, a la mirada. Vieja renegrida lanzadora de venganzas envueltas en fórmulas mágicas que, por fortuna, no surten efecto inmediato. Sabe conjuros que abren los sedimentos prietos del misterio y, cuando habla sola, no hay tal; conversa con invisibles interlocutores. Existen testigos confesos que aseguran haberla oído en horrendos coloquios con pájaros negruzcos, que la responden profiriendo graznidos terribles o con lobos de ígneos ojos y aires esquivos que aúllan incomprensibles discursos.

No tuvo amores de joven y siendo ya mayor acumula odios y desconfianzas; amargura y recelo visibles en el brillo apagado de los ojos, dormitorio de su enigma. Esquivada por los vecinos que ella misma trata de evitar, camina por las orillas de la vida en común para alimentarse de gallinas enfermas que le tiran al paso: aves de corral de vientre vacío -sin claras ni yemas, sin prendeduras de macho que prolonguen la casta- víctimas de la difteria y la peste que los perros respetan y ella descuartiza con sus manos huesudas. Otros días devora, como inficionada alternativa, cadáveres recientes de conejos de ojos hinchados, inflamados globos glaucos, esferas viscosas a punto de estallar, que tratan de salir de las cuencas, de escapar de sus órbitas para irse a circunvalaciones lejanas donde la epidemia que los mata sea ignorada, evitando así un triste final al borde del camino de Valdespina, junto a los molederos de más allá de las bodegas. Lugar exacto en que ella, decrépita y repudiada, en defecto de la carne que las enfermedades le entregan, busca, para comerlas, barbojas que limpia de tierra e insectos con enérgicas sacudidas impropias de su edad, y rocía con aceite de lubricar charnelas, contadas gotas de bálsamo verde y amarillo. Vegetal sustento, manjar de menesterosa cuando los vientos frescos y saludables alejan la peste que abate a los animales domésticos: gallinas cluecas, pollas ponedoras y lucidos conejos.

Me inquieta el sueño cuando me imagino llevando a la anciana la ración de matanza en una cesta de mimbre, y en un puchero de barro el chichurro. Para llegar a su casucha he de seguir un tenebroso sendero que cruza el monte, adentrándose en las Covalañas repletas de salteadores armados con pistolones antiguos. Quédanse los bandidos la mitad de las viandas, y la vieja agradece la otra mitad con una sonrisa mal dibujada debido a la falta de costumbre. Regreso con el regalo de la piel de un cordero devorador de barbojas que la anciana -a quien el destino mostró siempre el envés- supo desollar sirviéndose de sus manos descarnadas como garfios. Lanudo pellejo que hace de alfombra tendido a los pies del lecho.

Un ruido de carros me pone en guardia, desvelándome, hasta que sumido yo en un letargo desparramado y tierno navego en círculo por la vasta noche, sorteando escollos rocosos de un mar aventado en exceso. Desde las abisales profundidades llego a interminables desiertos sembrados de diamantes gélidos y esmeraldas de un verde codiciado. En los infinitos espacios situados al otro lado de las estrellas incontables, lo Imposible y lo Inexistente se deslizan francos vistiendo sendas capas de impoluto armiño, y entablan conversación con el que Soy y el que No Soy, fundidos en una sola pieza. Del candoroso manantial de mi mente brota lo diverso en sus formas más dispersas y alejadas, líquido que mi legitimidad bebe hasta ahogar su contenida sed de figuraciones, de imaginaciones, dando rienda suelta a la nocturna pluralidad que torna al día monótono y vacío. Temeroso del alba, aguerrido y esforzado, me abrazo a los instantes seguidores del caprichoso albur; luchando a muerte en defensa de una entelequia que, aún hoy, no acierto a abarcar. Y continuo soñando hasta que me extravío en algún sueño, confundiendo los puntos cardinales durante el resto de la noche.

Cansado de tanto trajín imaginario acababa despertándome y me levantaba a las mil, cuando entraba el sol a raudales por las rendijas de la ventana, golpeándome insistentemente en los ojos y forzándome a abrirlos. Mi primo Santiago había desayunado sopas hervidas en cazuela de barro, rebañando la sabrosa tosta que tanto le gustaba. La realidad se hacía un hueco sumándose al bando enemigo, y aprovechaba mi débil posición para obligarme a poner la vista sobre su espalda polvorienta y su caminar rectilíneo. Inmisericorde y tozuda se empeñaba en hacerme seguir los marcados surcos, ajena a otras posibilidades abiertas que yo veía y ella simulaba no percibir, con afán de alejarme definitivamente de mis deseados y temidos sueños; dando fin al verano y situándome, de pronto, en el día del regreso, con la compañía grata de Honorio, Vicente y José, al internado de los frailes del babero donde ella, la realidad invariable, era señora.

Animaba mi padre a la mula Francesa con interjecciones que sólo los dos entendían, y yo, recostado en el colchón, iba dejando con aflicción creciente el viejo casón de La Hermandad, el corral de Baldomero, la Casa Grande donde nací, la Iglesia en la que fui monaguillo con don Jesús el bueno, y el recio Castillo de mis juegos más audaces, para iniciar la borrosa vista del encuentro de San Bernardo y Colón, confluencia en que imaginaba erguidos y amenazadores la torre del Colegio y el pabellón alto del dormitorio común. Incluso cabizbajo como iba, percibía detalles cada vez más nítidos, apoyada la cabeza en las manos y los codos en las rodillas, hablando tristes palabras con mi primo Santiago que, en su despedida, me acompañaba hasta el Altillo.

   
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