La grandeza del artista holandés reside en que no es un pintor serio
Dentro de la marejada de homenajes a Rembrandt prevista por el cuarto centenario de su nacimiento, Amsterdam estrenó el miércoles pasado una comedia musical inspirada en la vida del pintor. Habrá canciones, disfraces, pantomimas, números de baile. Ya era hora de que los círculos oficiales se dieran cuenta de que la grandeza de Rembrandt reside en que no es serio. Es un pintor bufo, de farsa cómica, de opereta. Un heredero del Brueghel de las kermesses campesinas y un antecesor de las sátiras burguesas de Grosz. Y es esa comicidad burlesca la que hace de él un artista tan del gusto de hoy. El Rembrandt que hoy gusta -un hoy que dura desde hace un siglo largo- no es el que más gustaba en su época, sino el que menos. O, dicho mejor, el que dejó de gustar: el Rembrandt maduro y desencantado. En su juventud había sido el más exitoso pintor de Amsterdam, que en esa primera mitad del siglo XVII era una ciudad llena de pintores de éxito alimentados por la burguesía industrial y comerciante -navieros, cerveceros, pañeros, funcionarios- en rápido proceso de enriquecimiento exhibicionista. Pero luego su próspera clientela le fue dando la espalda. Contrajo deudas. Terminó en la ruina, subastados su casa, sus colecciones de arte, sus cuadros. Tuvo que vender hasta la tumba de su difunta primera mujer. Y cuando él mismo murió, a los 63 años, no dejó más que su ropa usada y los trastos de su oficio.
Esa decadencia fue la consecuencia de su transformación como artista, que, aunque paulatina, hay que calificar de radical: de un pintor que pintaba para gustar, y en efecto gustaba mucho, Rembrandt se convirtió en uno que pintaba para gustarse a sí mismo. Para satisfacer su propia exigencia de rigor ético y estético, y no el capricho del público. Y dejó de gustar. Se convirtió, del pintor brillante que era, pero superficial y frívolo, en uno reflexivo y casi trágico, y mucho más sombrío, volcado hacia sí mismo. No es de extrañar que su clientela de ricos grandes burgueses dejara de encargarle retratos y pinturas de historia, y sólo continuara apreciándolo como grabador iluminado y visionario de temas evangélicos.
La parte más notoria de esta transformación rembrandtiana está en su manera técnica y en sus formas estéticas. Su pintura evolucionó hacia lo que desde los días de la vejez de Tiziano, medio siglo antes, se llamaba la "maniera brutta", es decir, "fea": gruesos empastes de materia, brochazos sueltos y discernibles a simple vista, aparente descuido, manchas, borrones, suciedad. Los cuadros parecían apenas esbozados, sin terminar; y, para un ojo habituado a la suavidad pulida de las superficies y a la invisibilidad de la pincelada, aquello parecía grosero, mal hecho, y para verlo bien había que contemplarlo a cierta distancia. Con los grabados y aguafuertes de Rembrandt sucedía lo mismo: parecen hechos literalmente a las volandas, tal como salen. Así que, además de "brutta" la manera se diría brutal: cruda, tosca, torpe, y -en los cuadros- con un colorido reducido al "pardo atmosférico", al tiempo que -en los grabados- los negros se acumulan sobre los negros dejando toda la plancha en tinieblas. A lo cual hay que añadir la fealdad propiamente dicha: la fealdad plebeya de lo pintado: mujeres gordas, de carnes viejas y tristes, ancianos, tullidos, mendigos. Un naturalismo sin concesiones, sin ninguna dulcificación idealizante, a la italiana. (Rembrandt fue uno de los pocos pintores de su época que no hizo el ritual viaje a Italia).
El otro aspecto del cambio experimentado por Rembrandt fue psicológico, y hay críticos que lo han atribuido a la muerte de su joven mujer, Saskia, en 1642. El caso es que empieza a brotar en su pintura una veta de irreverencia cómica, grotesca, que hasta entonces había guardado sólo para la parte de su obra que pudiéramos llamar "privada": autorretratos (grabados o al óleo) en los que se representa haciendo ante el espejo muecas y visajes, y disfrazado con boinas y con turbantes, con cascos de oro y con sombreros de plumas, vestido de profeta bíblico, o de potentado oriental en compañía de un caniche, o de borracho de taberna con Saskia sentada en sus rodillas, borracha ella también. Esta vis cómica, que en su pintura de encargo para el público hasta entonces había sido perceptible sólo en el exagerado e impostado histrionismo de sus personajes históricos y mitológicos, se despliega de golpe en una de sus obras más ambiciosas: la gran Ronda de noche del Rijksmuseum de Amsterdam, pintada el mismo año de la muerte de Saskia.
No soy el primero en señalarlo: ese cuadro no es serio. Será solemne, sí. Pero no cabe duda de que Rembrandt se está burlando del solemne capitán Cocq y de sus solemnes compañeros, que posan para él disfrazados de feroces guerreros. No los pinta con odio ni desprecio, como había retratado Frans Hals un año antes a las gobernadoras del hospicio de Haarlem; ni es lo suyo el verismo implacable pero indiferente del también contemporáneo Inocencio X de Velázquez, que despertó la queja del Papa: "Troppo vero". Lo que hay en el cuadro de Rembrandt es la intención caricaturesca de ridiculizar, como a payasos, a esos burgueses que se toman por soldados: la Ronda
... es un baile de disfraces. Y hasta el apellido del capitán Cocq resulta caricaturizado en ese gallo muerto que lleva colgado de la cintura por las patas esa extraña enana fantasmal que cruza la composición, y que tiene los rasgos de Saskia muerta. Es comprensible que a partir de ese cuadro, admirable para el espectador pero insidiosamente ofensivo para los personajes retratados, mermara el prestigio social de Rembrandt. Algo parecido le sucedió mucho después a Goya, cuando pintó su "troppo ver" semblanza de la familia de Carlos IV. No hay que ofender al cliente.
Pero con sus tropiezos sociales y económicos no perdió sin embargo Rembrandt ni el sentido del humor ni el del ridículo, dirigidos ambos no sólo hacia los otros, sino también hacia sí mismo. Lo podemos comprobar en los muchos autorretratos que todavía se haría (pocos pintores se han autorretratado tanto como él): todos ellos son "demasiado verdaderos" en su realismo sin concesiones, y en más de uno se le escapa una media sonrisa burlona al contemplarse a sí mismo. Y hay uno en el que no puede contener una franca carcajada. Es el llamado Autorretrato como Zeuxis, de 1662, que está en el museo de Colonia. El título se refiere a una anécdota legendaria sobre Zeuxis, el famoso pintor griego del siglo V antes de Cristo, de quien se decía que respetaba de tal manera su arte que sólo pintaba cosas bellas; y murió de repente, atragantado por una risotada apoplética, por haberse puesto a retratar a una mujer muy fea. A la luz de las críticas que Rembrandt recibió en vida, hay que entender el cuadro de Colonia no sólo como un autorretrato sino como una autobiografía.