VESTIDA DE NEGRO

Levanto la mirada hacia un vestido que se desborda sobre la orilla de la terraza, la tela parece crecer hasta confundirse con la cabellera de una mujer no mayor de veinticuatro.

Los dedos me hormiguean, quisiera amortiguar el augurio de una eminente caída desde el octavo piso.

En un parpadeo ella cambia de posición arqueando la espalda hacia el precipicio. Parece disfrutar el paisaje urbano. Las puntas de las zapatillas quedan flotando.

Agito las manos y corro desesperado hasta pisar su sombra, esa sombra que no es negra porque dentro ondean colores de arcoiris. Siento una brisa fresca.

- ¿Quién eres?

Repito la pregunta a gritos y sólo encuentro sobre la cornisa una hermosa nube negra.

LOS GIRASOLES

Encontré tu argolla sobre la mesa, junto a los girasoles. No sé si te gustan porque las semillas son tan negras como nosotros.

Hemos cambiado mucho, me doy cuenta que mi carne ya no cede ante el escalofrío, que obligo a mis pestañas a liarse entre ellas y no quiero abrir los ojos, me molesta la luz que se desmenuza antes de tocar mi cara.

Desde abril no se pronuncia palabra en ésta casa. Solo comemos pétalos de esa vieja adivinanza del “te quiero- no te quiero” que me vuelve líquida. He tratado de fingir usando por maquillaje los cristales del reloj de arena.

Hoy te fuiste, trago a sorbos la tinta de mis cartas y las perfumo de girasoles.

OLOR AJONJOLí

La banca sigue en la plaza donde compartí mi niñez con las palomas. De lejos te reconocía por tus trenzas enredadas en listones y tu vestido discreto - los colores habían muerto con el abuelo, pero nadie pudo apagar el rojo de tus mejillas -. Tu madre decía que Dios no te concedió la hermosura, pero en cambio puso en ti la trenza, el color y la vergüenza. Fuiste mi primera heroína. Me encantaba oírte hablar de la Revolución: tú montando un caballo bronco, vestida de Adelita. Aunque tu vocación fue ser monja, te casaste joven y tuviste doce hijos. Qué tal si hubieras sido atea.Viviste para los demás. Los cieguitos y los huérfanos aún te extrañan. Es raro no verte a las ocho rezando el rosario frente al Sagrado Corazón. Cuántas almas habrás sacado del purgatorio. No he vuelto a probar pozole ni tamales como los que tú hacías, será que ya nadie se divierte tanto en la cocina.

Aquella tarde te fui a ver. Los niños crecemos y nos convertimos en máquinas de olvidar, que se deshacen de su verdadera esencia. Con tu sonrisa sin preguntas, dijiste: ya tengo tataranietos y comencé pidiendo a Dios el milagro de un hijo. Me contaste como un secreto que te estaban esperando arriba, que el abuelo vendría por ti. Me regalaste tu rosario y antes de irme pedí que nos tomaran una fotografía. Nos despedimos cómplices.

Esa noche te escapaste por la ventana con tu maleta. Dejaste como señal tu cuerpo, tu corazón de bolillo y el olor ajonjolí de tu pelo.

TESTIGO

La ventana ha cerrado sus párpados y contraída se arrulla con las voces del aire que le recuerdan su inicial transparencia. Desde ella se captó la vida, las puestas de sol, hasta ella llegaron noctámbulos, lágrimas, canciones.

Ésta primavera no cuelgan geranios de su baranda, ni se acercan las mariposas. Tiene la piel opaca y sólo hospeda un nido intacto. No hay ojos cómplices que la acompañen a cerrar el día, las cortinas la cubren con lo que resta de sus cuerpos, el muro se avergüenza de la humedad que lo desnuda y cerca de ella mendiga luz.

Esta noche en la calle se escuchan risas que se acrecientan hasta volverse gritos, que se propagan en pelea. La violencia lanza la piedra que arremete contra la ventana...



Hasta aquí... se acabó la luz, ya no hay testigo.

 
   
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