41. Paisaje de la carretera Morelia-Guadalajara


La garza negra de un tronco calcinado observa inmutable las altas hierbas amarillas mecidas por el viento, tapiz de rubias cabelleras que undulan en olas de mar, espejismo de agua que va y viene a merced de la brisa.

El color leonado de la grama corta con violencia el azulísimo lienzo del azul que otea la campiña.

El sauce de la luz todo lo inunda en la tarde.

El cristalino brillo-claridad de México antes del atardecer: como estar dentro de una estrella.

42. El lienzo


La eternidad, ese mar. Grueso velo que deslinda el día perpetuo donde vive Dios y la noche espesa para nacer y morir.

El lienzo, lo jalan de las esquinas los cuatro arcángeles mayores, cada uno apostado en un punto cardinal celeste. No está agujereado, tampoco desgastado. Así es: enorme paño, tamiz en tela lleno de orificios pequeños que tensan los acólitos de Dios.

Los instantes fúlgidos de abajo —visibles en el alma más dormida aun en noche cerrada, aun desde el no-mar de vicisitudes que hemos de vivir de cuna a tumba — son gotas que de ahí caen: lágrimas que escurre la gran sábana blanca.

43. Nocturnas perlas de la mirada


Saborea las lágrimas inútiles
tu estrella permanece aún
encendida para un día hechizado
Bei Dao

Las auríferas y nocturnas perlas del mirar hondo que me creció en el cuerpo te desean en medio de un archipiélago de islas invisibles.

Ah, nuestro firmamento dormita.

Le digo de usted, le hablo con deferencia, pero no me cabe el menor fango que toda su sombra es estaño vivo en cuantas entrañas tenga yo.

Bajo la higuera de lo amado, su congoja es cuna.

44. De alas y velas


Sobre una cuerda hecha de rostros caminan personajes alados, no sometidos a la ley de gravedad, lunares quizá.

Nunca antes había visto una cuerda que tuviera eslabones; mucho menos, una donde los eslabones son rostros (estoy acostumbrada a los mecates de sisal, sogas insulsas, tendederos de patio trasero donde cuelgan las prendas de ropa como vacíos cadáveres de paño).

Los sueños proféticos que he tenido últimamente me han deslavado la mirada. Le han hecho, entre el cristalino y la papila óptica, una incisión por donde entran las imágenes del más allá de mí.

Me acerco a ver mejor los personajes alados. ¡Dios mío, no son alas, son velas cangrejas! ¡No sé quienes son ellos, pero tienen aparejo y velamen en la espalda!

Oh navegación, temporada fugaz.

45. Pájaros y cascabeles


En noches de insomnio, el poeta escribe malos versos:

“El amor es un sol que florece”.

“Una lluvia de pájaros acaba su migración con esplendor”.

“Tus ojos eran pájaros volando en mí”.

O versos herméticos:

“El rocío de la calle rota cae en un estrépito de cascabeles”.

“En filigrana, el pedriscal soñoso clava claveles en el ijar de la salamandra”.

Un péndulo es su cabeza. A veces, su mente cultiva hongos venenosos; otras, la mariposa de sus pensamientos es un campo de tulipanes a finales de mayo.

46. Otra anotación sobre el poeta

Entre un poema y otro, el tiempo roe su mendrugo
Cintio Vitier

La ventana da poca luz para alumbrar el papel. El tintero parece pieza de ajedrez.

La pluma aletea levemente en el susurro del viento de noche.

El poeta no sabe qué escribir. Su alma tiene una costra con un dolor de soflama en la orilla. Ya casi no la recuerda: la vendimia se ha secado, sus manos se han ido, su paso callado ya no suena en el largo pasillo. Sólo quedan los ojos de ella, que a veces lo miran cuando él, para olvidar su mirada, en su cuaderno de botánica, prensa en memoria suya un racimo de flores invisibles.

47. Rompecabezas de huesos


A la Muerte se le pasó la mano y se puso a descoyuntar los huesos del muerto. Luego, en un afán reparador (¡oh culpa!) quiso reconstituir el esqueleto, no romper el orden que preside el hueco donde bajan el ataúd en tierra.

Dios mío, ya no se acuerda donde va la clavícula; el cóccix no encaja con el sostén de los dos fémures; la dentadura está hecha pedazos. Ella chasquea sus propios dientes en arrepentimiento. El cuerpo, con su vestidura de piel hecha a la medida, es un asunto tan ordenado. Mas no en lo que se lleva más allá de sus lindes (por ejemplo, el amor, rojo transcurrir en el día más alto de una vida).

¡Pobre Muerte, tan frágil en la luz! Y su mano torpe que deshizo el perfecto ensamblaje que Dios había ideado para recordarnos que no somos más que polvo.

48. Huellas vegetales


Las almas de las hojas cuelgan de la enramada, anillos de luz alrededor de los pétalos verdes que son las manos del roble, del castaño, abedul, caoba, tilo, laurel, naranjo o pirul. No importa la especie. No importa que acabe en “ul” o en “e”, que su follaje sea de tipo palmilobulado, dentellado, cordiforme o acorazonado.

Cada fronda tiene su fontana de luz.

Todo árbol es miembro hereditario de un conciliábulo forestal. Lleva en la corteza un nombre oculto que sólo conocen los pájaros y demás seres del bosque.

Yo soy sacerdotisa en traje de ciudad. Los heraldos invisibles me obsequiaron una dehesa donde pacen los árboles de mi infancia. Sólo un mago, que conocí hace poco, sabe que la depositaron como perla ya hecha en la ostra de mi cuerpo.

49. Gruta, cuerda y anzuelo


Entre gruta, cuerda y anzuelo, nunca sé qué eres.

De gruta tienes el profundo encierro, el sonido convertido en eco, la materia de cerrojo.

De cuerda, lo que hoy jalo fuera de mí para irrumpir, muy circular, en tus partes de vuelo más finas.

De anzuelo, la manera en que la sombra se engancha en el lecho del horizonte, oscuro pájaro de canto lúgubre en torno a la película naranja, como si al fin clavara el rumbo al terminar su larga gravitación.

El destino (pequeño planeta de cal viva que traemos dentro igual a un hijo no nato) arroja su red sobre nosotros. La tira con la donosura de un pescador de corazones.

50. Lista de nombres para lo innombrable


La latencia de Él late lenta en las escarlatas alas carnosas del corazón.

Tiene un nombre muy conocido. Lo pronuncian innumerables labios secos y sedientos. Ora portador de noventa y nueve nombres mientras el centésimo es impronunciable, ora tan sin nombre porque la palabra sería, para describirlo, camisa de fuerza o armadura de yelmo, late lento en las alas carnosas del corazón humano.

Su nombre invocan para hacer llover o cumplir deseos. Pocos lo han oído latir en las carnosas alas carmesíes de su propio corazón.


51. No voy a decir el nombre


No voy a decir el nombre: los buenos modales me lo impiden. Pero son siete, los he contado repetidas veces. Por ahí salen de noche, cuando me da insomnio, y se ponen a galopar, trotar, brincar, reptar, revolotear encima de mi abdomen como si una tormenta eléctrica olvidada en el Diluvio, y vigente aún, hubiese partido el arca con un rayo certero. El contenido del pobre navío, extraviado en el océano de Dios, derrama sus contenidos en las olas de mi piel.

El problema de siempre es volverlos a meter antes de que doblen las campanas del alba. La garganta se me cierra, tengo los oídos tapados de tanto oír, y las puertas de abajo están selladas por los usos y costumbres que imperan entre Virgo y Capricornio.

Por fortuna, el tigre no se come el gamo, ni la serpiente el ratón.


52. Cerradura


Me cuesta tanto trabajo mantenerlo abierto. Todo en él quiere cerrarse, como si la luz que entra por la mínima rendija le doliera y la perla no pudiera formarse más que en oscuridad total.

No hay abracadabra ni encantamiento capaz de mantenerlo abierto por más tiempo. Que se cierre, entonces.

Y lámese usted, perro de mí. Derrame pronto el sarnoso cáliz donde Dios guarda mi alma en forma de vino azul.

53. Jaula de costillas


Estoy encerrada en la caja fuerte de la caída.

Pero el verso sale a la línea tirada, me hace juegos de ojos, me traiciona siempre: uno de los doce pétalos de la flor del zodíaco cae en el papel. Nada de templadura, pura página telarañosa. Aun cuando callo, veo el pañuelo azul pasar delante de mí, el pañuelo azul de las cosas perfectas. Soy su garganta, el tronco hueco del árbol que vierte sus anillos concéntricos en la tumba de la tierra.

Tú que diriges como jefe de orquesta la elíptica danza nupcial de las luminarias, ilumíname con tu proteico motor celeste. Que caigan las palabras, gotas de antídoto en mi lengua: tengo el murmullo a puertas cerradas.

Incandescente sílice de letras, oh violáceo cristal que deja pasar la noche, deja pasar el silencio.

54. Onirismo divino


¿Qué sueña Dios cuando duerme?

¿Qué pájaros de colores pasan por adentro de sus ojos, los que él imaginó cuando pronunció la palabra “ave” por vez primera? Palabras oscuras salidas de su garganta, sílabas obrizas —“pájaros”, “agua”, “luz”— que subieron por su faringe, escapadas de su sueño.


55. Solsticio de invierno

a Adriana, Aída, Cristina, Maribel, Meche, Noemí y Tere

Pisando las primeras lascas del sendero de Capricornio, la constelación de Orión nos brilló en las pestañas —un disparo, ojos de luz, miradas sin párpado abiertas en el manto oscuro de Guadalupe—.

¿Qué tan alto arrojaron su alma a la red invernal (salpica pequeños corazones lumínicos en la negrura)? Si algo la retuvo en las alturas, que sea la mano de un Cristo.

¿Qué tan larga la cuerda invisible que retiene lo arrojado en la estaca del cuerpo para que tiraran así su manzana lunar, tan sin peso, como un papalote de cola extraviada?

Larga largueza de la distancia que nos une al tamiz de luceros y los deja brillar detrás de la bóveda sin techo, ahí donde se cruzaron los puñados de polvo que lanzamos en un revolcadero de lágrimas y goces antiguos. Silenciosas las vetustas lápidas de nuestras olvidadas malatierras que no recuerdan nuestros recuerdos, pero sí mordieron algún día el atavío de barro. Callen en la tiniebla del solsticio para dejar hablar la gran voz que nos dio a luz, secundinas del cuerpo místico.

Dios no tuvo lengua para decirnos más que la raya blanca de una estrella fugaz: en nuestras frentes trazó su arco, el perfil de una manzana descomunal. No tuvo más que el sepulcro terregoso de la campiña para acuñarnos, en espera de digerir lo que nos sobrara y escupirlo —una tintura madre—, algún día de muerte.

Dios enterrando su voz de mirlo inicial en la diáspora refulgente de sus estrellas: he aquí que recibimos, aquella noche floribunda, su mirada omnividente en nuestro cáliz más vacío.


56. El ángel patialbo


El ángel patialbo, el ángel con cola de cometa y garras incrustadas de rubíes, el ángel me dice que Dios es así y asá

(ese animal de tiro de yugo real por la proximidad del Altísimo).

Palo mayor de su corte celestial, me dice en octosílabos que siga la huella dejada por los sueños en mis sábanas.

Un ángel que teje con agujas de marfil negro, un ángel que cae de un balcón invisible, un ángel que es albañil de Dios y carga la arcilla en brazos, un ángel con alas en forma de almendras, vuela hacia el suelo, hecho de hoguera.


57. Del ahorcado


A veces le dicen el colgado: carta número doce en la feria donde desfilan el loco, el emperador, la papisa y el enamorado.

Sostenido por un misterioso patíbulo (dos árboles escamondados con un palo de madera seca en travesaño), bebe la savia ardiente, púrpura leche que asoma en cada cicatriz de rama sesgada.

Su camisa tiene dos medias lunas: la roja de la pequeñez, la blanca de la revelación. Ajusticiado que sonríe, en sus labios lleva el aceite perfumado del sacerdocio a un Dios cuya estatua taparon con velo para evitar su mirada.

Su alma se desprende. Ciñe el cuerpo (un abrazo de ingles), y él lo recuerda, colgado como está, con la cabeza hacia el suelo y las piernas que apuntan a las nubes como dos brotes de amaranto (la izquierda amarrada del tobillo, la derecha doblada en ángulo recto). En esta posición, los denarios de plata caen de su bolsillo —semillas por pudrirse aún y germinar luego, cuando la carne sea apenas un recuerdo—.

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