Mi buró vomita escarabajos


Alana Gómez


Compañía

Mi buró vomita escarabajos. Pequeñitos, de forma alargada. Tienen alas y son compactos. Me gustan porque cuando los apachurro con la uña de mi pulgar no se destripan como otros bichos. No hacen ruido: no lloran cuando los mato.

Tampoco huelen mal. Salen como atontados, simplemente caen al piso. Se quedan inmóviles sobre el mosaico. Son muy evidentes porque el color del piso es claro y ellos muy negros.

Hace varios días que el buró los vomita. No muchos, de tres a cinco. No sé por qué le dio por hacer tal cosa. Nuestra relación es sincera: lo rescaté del olvido. Lo atisbé desde la ventana que antes siempre estaba abierta; tenía largas rejas de hierro, comunes en el pueblo antes de la modernidad. En ella, asomado y asustando gente, pasó muchísimas tardes Manuel, el loco. A mí me daba miedo. Por fortuna, él murió primero que su madre, si no, quién lo habría tenido tan limpio, bien comido y casi encerrado. A los pocos años murió ella. Era tan delgada y elegante que costaba pensar que había parido a ese engendro que duró tanto.

Cuando ella no estuvo, la casa de patio soleado y plantas bien cuidadas, se cerró por años hasta que llegó un pariente lejano a instalar una cenaduría en el lugar.

Cuando hacían los arreglos abrieron un lado de la ventana del cuarto de Manuel y vi mi buró. El buró del loco que yo necesitaba mío en ese instante. Nunca antes tuve oportunidad de apreciar los muebles de su habitación. Eran de madera. Sencillos, sobrios y fuertes. Capaces de resistir la vida con un desquiciado pero hechos con buen gusto. Me hubiera gustado tener la cama con su cabecera, el ropero alto, el tocador y el buró. Pero mi economía y el espacio de mi propia casa no correspondían al tamaño de mis deseos. Así que solo pude obtener el buró de un hombre que tenía cierto aire del loco Manuel y quien no entendía mi obstinado interés en el mueble.

Entré con los ojos casi cerrados a la recámara del difunto y abracé el buró para poder sacarlo. Pesaba mucho más de lo que me imaginé. Corrí rauda a casa de mi madre, que estaba a la vuelta, a presumir mi adquisición. Mi madre me miró como seguramente miraba a Manuel cuando tenía que pasar por su ventana al volver de misa.

En el patio y armada con un sacudidor, me atreví a abrirlo. La puertita guardaba una bacinilla de peltre. De las grandes, con su debida despostilladura. Pero era diferente a las que yo conocía, pues ésta tenía el borde rojo y no azul como las que habitaban llenas de telarañas y polvo debajo de las camas de mis hermanas ausentes

En el cajón había una medallita de La Milagrosa y un montón de novenas a distintos santos. Desde la del Ánima Sola hasta una a la muerte. Estampitas de San José, San Antonio y San Judas Tadeo.

Quise conservar la bacinilla pero mi madre puso el grito en el cielo.

Los papeles religiosos los repartí entre las sirvientas beatas de la cuadra.

Tuve que dejar mi buró en el patio de mi madre hasta el día siguiente que lo pude traer en auto a mi casa. Quizás esa noche pescó un mal viento.

Desde entonces vela mi sueño. El cajón guarda mi pasaporte, mis bolígrafos, un alfiler que fue de mi hija y una lupa. La puertita esconde de los demás y de mí misma, mis cremas, mis aceites de aromaterapia y el spray para que no se peguen las faldas. Sostiene mi lámpara. Ha sido testigo de mis gripes y mis pesadillas, de mis noches con sexo en compañía y de las que no.

Pero desde hace varios días vomita escarabajos. Me pregunto qué hice mal. Tal vez es porque en mi cuarto no hay ventana a la calle. Pero yo no asusto a nadie.

No vomita muchos. De tres a cinco.

Me gustan porque no lloran cuando los mato.


Cine


Todo en la película parecía indicar que Bridget finalmente era una estúpida. Sin embargo, no lo era. Una vez que le pasó el susto de ver a su hermana transformada en un perro malhecho, grandote y pelón, y haberla matado, se acordó que aún tenía al alcance la última dosis de matalobos que le había preparado su amigo, el del invernadero.

Con más susto que el experimentado al encajarle el cuchillo en el dorso a Ginger, se autoinyectó en la nalga. Le dolió mucho pero comenzó a sentirse mejor de la enorme nausea que le provocó haber sido contagiada de horrible bacteria transformadora y perruna. La película ya se había acabado, por supuesto, pero quedaba el gran desorden en la casa.

Llamó al 911 diciendo que había sido atacada por una bestia, que el horrible ser había matado a su novio y, creía, se había comido a su hermana. Aclaró que ésta última estaba muy loca, se peleaba con sus compañeras de clase y se prostituía con los chicos mayores de la High a donde acudían a estudiar.

Uno de los policías consideró que aquella masacre era lo más sensacional que le había pasado en su vida y se la pasó informando a sus compañeros lo mucho que alardearía con los hombres de su barrio. No podía creer tanta sangre por todos lados. Tiró un par de patadas a la bestia y opinó que era muy fea.

Bridget por su parte, fue recibida por los paramédicos, quienes la envolvieron en la típica mantita gris, la subieron a la camilla, le dieron oxígeno y le pusieron antiséptico en las heridas en el trayecto.

Su padre, quien durante toda la película actuó como un pelafustán, en realidad no era su progenitor, sino un vecino. Él después de la escena de la merienda se fue a ver a su verdadera familia. Comió algo antes de ponerse su pijama y se acostó a dormir sin enterarse en lo más mínimo de lo que ocurrió en la casa de “sus hijas”. No tenía llamado al día siguiente, de hecho ya había concluido su parte. Restaba ir el lunes a cobrar lo que faltaba. Se enteró de todo por el periódico. Se suponía que se trataba de una ficción. Fue a la casa y descubrió que los botes con sangre falsa estaban intactos. Y había mucho rojo real por doquier. Preguntó por Ginger y Bridget a un policía que vigilaba el sitio. Éste le contestó que solamente había una adolescente y estaba en un hospital en observación.

La madre de Bridget, la noche anterior, con su tupperware conteniendo dos dedos ya no tan frescos, se quedó en la fiesta que se daba en el invernadero. Ahí descubrió a Fred y el éxtasis. Al día siguiente solo estaba el tupper vacío en una mesa. Ni rastro de los dedos. Ni de la mamá. De hecho, nunca regresó a recibir su paga por su papel. Los productores jamás exigieron una investigación sobre su paradero al FBI.

Así que Bridget no tenía familia. No podía regresar a casa porque nadie se hizo cargo de los gastos de reparación del set. Tampoco podía volver a la escuela porque en realidad ella no estudiaba allí. Iba a ese sitio por la película, pero ella estudiaba en otra parte, en un sitio que no recordaba. La gente del staff desapareció y, aunque intentó ponerse en contacto con el director, éste se encontraba ya en la filmación de otro thriller y no la pudo recibir.

Con el pelo largo y sin peinar como lo exigía la película, con su horrible gabardina café y esos enormes zapatos negros de plataforma corrida, se quedó Bridget afuera de cualquier presupuesto. Estaba segura de que con todo lo acontecido tenía suficiente experiencia para un estelar en cualquier otro filme de terror.

Protagonizó el final de su historia en un hospital psiquiátrico, peinada y limpia, pero sin libreto, sin cámaras, sin maquillista, con una cámara oculta que jamás advirtió.

Alana Gómez

Nació en Tlaquepaque, Jalisco, en 1964. Estudió sociología y cursó un diplomado en Historia del Arte Mexicano en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue fundadora del periódico Siglo 21 y ha colaborado en otros diarios como El Occidental y Reforma. Asimismo, formó parte del consejo editorial de la revista Trashumancia.

Sus libros publicados son: Larva de serafín, Fondo Editorial Tierra Adentro; CONACULTA. La Fortaleza, Miguel Angel Porrúa : Gobierno Municipal de Tampico, 2005. Premio Nacional Efrain Huerta de cuento 2004

   
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