La pianista del tren y otros cuentos

Antonio Moneo Francia



prólogo

ALACANT, ALACANT...

El tren Talgo había partido de Madrid bajo una intensa lluvia, característica de una tormenta de verano.
- ¿Le dan a usted miedo las tormentas? -me preguntó mi vecina de asiento, una mujer bellísima, que me producía más miedo que el fenómeno atmosférico que se estaba produciendo.
- Depende- le contesté-. En el campo, sí. En la ciudad, menos.
- ¿Y el tren?- inquirió mi compañera de viaje.
- Pues... en el tren, no, la verdad. ¿Y a usted?
- ¡Por favor, no me llame de usted! Me hace usted muy mayor, y no lo soy tanto.
- No, desde luego, es usted... eres, muy joven y muy guapa, por cierto. Mujeres como tú sí que producen miedo... de que le de a uno un infarto, ante tanta belleza.
- Eres muy amable, y permíteme que te tuteé.
-¡Por favor, por favor, no lo dudes! Yo tampoco soy mayor...
- ¡En absoluto! ¿Vas a Alicante?
- Sí- le contesté-. Voy de vacaciones. Tengo familia allí.
- ¿Tu mujer, y tus hijos, quizá?. Me preguntó la chica.
- No. Soy soltero, de momento. Y no tengo hijos, por lo menos que yo sepa.
- Veo que tienes sentido del humor.
- Es imprescindible para vivir. Sin sentido del humor, no se puede ir a Alicante, ni a ningún sitio, ¿no crees?
- Desde luego. Comparto tu opinión.
- ¿Te habrán dicho muchas veces que eres guapa, verdad?
- Sí, algunas, para qué mentirte. Sobre todo en una ocasión, cuando me eligieron Miss España- dijo aquella mujer, sin inmutarse lo más mínimo, ante mi sorpresa no ocultada.
- ¡Caramba!, ya decía yo. Desde luego, no me extraña. Yo te hubiera elegido varias veces.
- No hubieras podido. Sólo te puedes presentar una. Son las reglas del concurso. Pero gracias de todas las maneras.
A la altura de Aranjuez, apareció el revisor en nuestro vagón y lanzó un silbido de admiración al llegar a nuestros asientos.
- Perdone, señorita- dijo el empleado-, pero no lo he podido evitar. Es usted bellísima. Ni se moleste en enseñarme el billete. Usted debería viajar gratis. Es un lujo para nuestra empresa llevarla con nosotros. Sin embargo, usted, señor- dijo el revisor, dirigiéndose a mí- no se lo tome a mal, pero necesito ver su billete. Y no es que sea usted feo, yo lo veo más bien guapo pero, claro, comparado con la señorita...
No me sentí ofendido, evidentemente, ante las apreciaciones del revisor, sobre todo teniendo en cuenta que dos años atrás yo había sido elegido Mister España, certamen al que me presenté, ante la insistencia de mis compañeros de oficina, que se pasaban el día diciéndome que con lo guapo que yo era tenía el título en el bolsillo. Así que me presenté y, efectivamente, lo gané. Aquello me dio un dinero y muchas oportunidades de acostarme con bellas mujeres y apuestos hombres que me tiraron los tejos. Pero no me acosté con nadie porque yo tenía novia formal que, por cierto, me dejó a las pocas semanas de ser elegido Mister, porque se le metió en la cabeza que ella no se podía casar con un guapo oficial.
- Pero, mujer, si yo no me lo creo- le decía yo, todo ingenuo.
No hubo manera de convencerla. Me dejó y se metió monja clarisa, de las que hacen dulces, para, según ella, entre yema y yema, rezar por mí y por la vida disipada, ya digo, según ella, en la que me había metido desde que salí elegido el más guapo de España. El tren estaba llegando a Albacete. Fue cuando mi compañera de viaje, me dijo.
- Cuando yo fui elegida Miss España, mi novio me dejó.
- ¿No me lo puedo creer!- le dije.
- ¿Por qué?
- Pues... porque a mí me pasó lo mismo. Yo, es que, en fin, no te lo he dicho, pero también soy Mister.
- ¿Eres entrenador de algún equipo de fútbol?
- ¡No, no... ¡Mister España. Ya ves, una tontería... porque yo no es que sea...
- ¿Guapo, ibas a decir? Pues sí, lo eres y mucho. Me he dado cuenta en cuanto te he visto. Y me he dicho: este chico debería ser por lo menos Mister España, y ya ves, lo eres. No me extraña, con esos ojos.
- Verdes- dije, como un tonto.
- Y ese pelo, tan ensortijado- añadió la Miss.
- De pequeño, tenía muchos rizos- balbuceé tímidamente, poniéndome colorado.
- ¿Y cómo es que tú y yo no nos conocíamos?- me preguntó la que ya era mi amiga.
- Yo tampoco lo entiendo- dije-. Quizá, los que somos Miss y Mister estamos tan endiosados que no nos vemos más que a nosotros mismos -comenté haciendo una frase seudo filosófica, y, sobre todo de lo más cursi, pero que me sirvió para salir del paso.
- Mira, ya estamos llegando a Alicante -me dijo Eva, que así se llamaba la Miss.
- ¡Alacant, Alacant!... -exclamé-. Me encanta esta tierra. Aquí, me eligieron Mister, concretamente, en Santa Pola. ¿Sabes?, cuando más me aplaudieron fue cuando desfilé en slip. Era de color rojo y muy ajustado... eso, precisamente, me dijo la presidenta del Jurado, cuando me anunció que había ganado: ha ganado usted, muy "ajustadamente", pero ha ganado. En realidad está usted muy bueno -se le escapó-, ¡Huy, perdona!, quiero decir que en las preguntas del test ha contestado usted muy bien, demostrando sus dotes intelectuales aunque, desde luego, bien "dotado" ya hemos visto todos que usted lo está. ¡Enhorabuena!
Y en la estación de Alicante, me declaré a Miss España. Me dijo que sí y que uniríamos nuestros reinados. La ciudad nos esperaba, para vivir las mejores vacaciones de mi vida, de nuestra vida, que ahora los dos recordamos desde la habitación del asilo donde la vida nos ha traído, al correr del tiempo.
- ¡A ver, los guapos oficiales, -grita la monja de guardia, con bastante "INRI", refiriéndose a nosotros-, o apagan la luz de su habitación de una puñetera vez o mañana se quedan sin paseo y les empuja el carrito Rita "La cantaora".
Afuera, la noche es oscura. Y otras Misses y otros misters se preparan para alcanzar el título. Mi mujer y yo apagamos la luz, ante la alegría de la Madre Portera, y nos abrazamos en la oscuridad, mientras la monja sonríe y comenta para sí misma: "son los más majos del asilo". Ella, también lo es -pienso yo-. La mejor del asilo. La más comprensiva y la más guapa. No en balde fue elegida Miss España al año siguiente de mi mujer. Precisamente, mi mujer fue quien la coronó.

LA PIANISTA DEL TREN

Yo tenía quince años. Era un chico muy alegre y me encantaba viajar, sobre todo en tren. En cuanto me daban las vacaciones, cogía mi maleta y me lanzaba a la aventura, en busca de sensaciones nuevas y de paisajes desconocidos. Aquel año decidí ir a Francia para mirar a Europa desde la Torre Eiffel y pasear por el Sena todos mis sueños de adolescente. También quería descifrar la sonrisa de la Gioconda y, de paso, contarle un chiste muy divertido para que se relajara y pudiera por fin dar rienda suelta a su gesto contenido de tantos años pero, claro, los pocos años eran los míos y no comprendía que la supuesta Mona Lisa no tenía ningún motivo para reír. Igual que aquella pianista del tren que me miraba muy seria durante todo el trayecto y con ojos de sana envidia cuando veía que yo lanzaba al aire toda mi risa de un joven que empieza a vivir. Noté en la expresión de aquella mujer una tristeza infinita, casi congénita, que me impresionó.
También me había impresionado París, donde Edith Piaf era la reina de la canción y yo tuve la oportunidad de escucharla en uno de sus recitales del Olimpia. Aplaudía frenéticamente las canciones de la diosa y, sentado en la platea del coliseo, pude contemplar "la vida en rosa", al ritmo de la inolvidable melodía de la Piaf. Como Teo Srapo cualquiera subía al escenario y le entregué a aquella "bestia negra" de la canción un ramo de rosas blancas salidas de lo más profundo de mi corazón. Como profundo era el silencio de aquella pianista que arrullaba su melancolía de siglos con los dedos de sus manos entrecruzados como queriendo proteger todas las sinfonías inacabadas que había interpretado en su vida.
El tren regresaba de Francia y atravesaba en esos momentos el norte de España bajo una fina lluvia, el clásico chirimiri del País Vasco, cuyas gotas salpicaban en la ventanilla de nuestro departamento, un vagón de primera clase en el que yo había reservado un asiento para mi amigo Antonio Machado, en compensación por todos los viajes que tuvo que realizar en tercera. Su espíritu viajaba conmigo, aunque su cuerpo descansara en Collioure, lejos de su Soria amada, de su Baeza de humilde profesor y, sobre todo, de su huerto de Sevilla, "donde madura el limonero", que escuchó sus primeras risas infantiles, aquellas que también tuvo la pianista del tren, y que luego se truncaron al compás de sus versos, para perderse para siempre en un corto pero profundo destierro al que fue empujado por los malos vientos de la Historia. Quizá, los mismos vientos, o los mismos malos humos, que tenía aquel día nefasto el abuelo de la pianista cuando le dijo por primera vez que no se riera. Tremenda prohibición para una niña de cinco años, cuya sentencia ya nunca pudo superar. Por eso su semblante aparecía rígido, a sus treinta años, en el tren de mi regreso de Francia.
- Yo no me río nunca. No puedo -me contaba la pianista, mientras el tren silbaba su canción de esperanza por los verdes campos del Norte-. De pequeña era una niña muy alegre y me reía continuamente. Vivía con mi abuelo en las afueras de París, en una casa de campo. Mis padres habían muerto en un accidente de coche cuando yo tenía un año. Mi abuelo era bueno pero siempre estaba muy triste. Y le molestaban mis risas. Mis risas infantiles. Me las prohibió.
- ¡No te rías así delante de mí! -me decía-, y yo no lo entendía pero aquello me fue calando hondamente en mi alma infantil, se fue metiendo de tal manera dentro de mí que, poco a poco, dejé de reír, haciendo caso a mi abuelo. Y ahora no puedo reír, aunque quiera. No me sale. Inconscientemente, aparece en mi mente la imagen de mi abuelo y tengo miedo.
El resto de los pasajeros que compartían nuestro departamento escuchaban, interesados, la confesión de aquella mujer pero ella se dirigía exclusivamente a mí al contarlo porque advirtió en mi rostro la misma perplejidad que ella misma experimentó la primera vez que su abuelo le prohibió reír por decreto. Al terminar de narrar su historia, noté cómo la pianista intentaba sonreírme infructuosamente. Miré sus manos, que interpretaban en silencio la sonata triste de su existencia.
- Me das mucha envidia. -Me dijo-. Tú, sí puedes reír.
Han pasado muchos años desde aquel viaje de mi adolescencia. Ahora, todos los días miro los periódicos. Busco un concierto de aquella pianista. Me acercaría a su recital para decirle que ya somos dos quienes no podemos reír. A ella, se lo prohibió su abuelo. A mí, la vida.

¡ME VOY A LA CAMA. LLAMADME CUANDO PASE EL INVIERNO!
(LAS SABIAS DECISIONES DE LA ABUELA DE ARACELI)

Para Araceli, a la que tanto quise,
y que se fue un día al cielo,
antes de lo previsto por ella, y por mí.
Mil besos de su Anthony.

Mi amiga Araceli me cuenta muchas cosas, como yo a ella, porque somos muy amigos desde que nos conocimos, hace ya casi quince años, en la emisora de radio en la que los dos trabajamos. Compartimos confidencias, chascarrillos y, sobre todo, amistad. Araceli es inteligente, sencilla y muy llana. Llama al pan, pan y al vino, vino. Ella es así. Y, además, es riojana, de pura cepa, como su abuela, su abuela paterna, amiga de drásticas decisiones. A la abuela de Araceli no le gustaba el invierno, el mal tiempo o era lo suyo y ella lo tenía muy claro. Cuando empezaban los rigores invernales, incluso bastante antes de empezar, en los primeros atisbos, cogía del armario su toquilla y el camisón y salía a la cocina para despedirse de los suyos.
- ¡Adiós, hijos! Me voy a la cama -decía la abuela de Araceli desde la cocina-. Llamadme cuando pase el invierno -añadía la buena señora, sin cortarse un pelo.
La primera vez que la abuela de Araceli salió a la cocina para despedirse de esta guisa, los padres de mi amiga y ella misma pensaban que se trataba de una broma.
Aquello no podía ir en serio. Nadie se mete en la cama, sin estar malo, para pasar siete meses, porque siete eran los meses que la abuela de Araceli "invernaba" entre las sábanas calientitas de su habitación. Desde octubre hasta abril. Ni más, ni menos. Ya he dicho que ella lo tenía muy claro. Los hijos ya estaban creciditos, entre ellos el padre de Araceli que, a la sazón, contaba con unos cincuenta años y papillas ya pocas había que darle; la nieta ya era una mocita y su marido, el abuelo de Araceli, se lo había llevado Dios hacía unos años. Por tanto, nadie a quien cuidar. La casa, la tenía como una patena la madre de Araceli. El tiempo, chungo. No se podía pasear por los campos, como a ella le gustaba. ¡Qué coño hacía Doña Ángela todo el día mirando por la ventana y por la noche achicharrándose las piernas en el brasero! ¡Pues no era plan! -pensaba ella. Así que tomaba la sabia decisión de meterse en la cama y pasar allí el invierno, su largo invierno, ajeno a los calendarios, ¡que qué sabrán los calendarios romanos de "la reuma"!
- ¡No me molestéis hasta mayo! -decía la abuela en octubre, mientras giraba la llave de su habitación, antes de acostarse.
- Pero, madre -le decía su hijo Jesús -tendremos que llevarle la comida! ¡No va a estar sin comer hasta mayo!
- Bueno, sí, la comida me la podéis traer -replicaba la abuela-, pero sin dar mucha guerra. Cuando tenga hambre, yo os lo haré saber. No vaya a pasar como el invierno pasado, que estabais todo el santo día dando el coñazo con el desayuno, la comida, la merienda y la cena. ¡Acabé hasta el moño, hijo! ¡Vaya invierno que me disteis!
- Es lo correcto, madre. Cuatro comidas diarias. Como todo el mundo.
- ¡Será como todo el mundo que esté levantando, hijo! -razonaba con toda lógica la abuela-, pero no en casos especiales como el mío, que me paso siete meses metidita en mi cama. ¡Y tan a gusto que estoy! bueno, te dejo hijo que, con tanta charla, se me está pasando el invierno.
- Adiós, madre! ¡Sea usted feliz! Y en cualquier momento, si quiere algo, nos llama.
¡Y claro que les llamaba! A grandes voces, cuando menos se lo esperaban, normalmente por la noche. Desgarradores gritos salían de la habitación de Doña Ángela.
- ¡Ay, que estoy muy mala! ¡Ay, qué mala estoy! ¡Venid, venid todos, por favor, que estoy muy mal!
Y el padre de Araceli, y el resto de la familia, salían disparados hacia la cama de la abuela, asustados por tan perentorios gritos de auxilio. Y cuando la abuela ya los tenía a todos a su alrededor, cesaban en sus demandas y les miraba sorprendida, diciéndoles: ¡qué pronto habéis venido!
- Pero, madre -le preguntaba su hijo Jesús, asustado: ¿Qué le pasa?
- No -respondía la abuela-, ya no me pasa nada. Que quería veros, y comprobar lo guapos que seguís. Estáis muy majos, a pesar del frío y del aburrimiento del invierno.
Y todos se sentaban alrededor de la abuela, recuperándose del susto, y cogiendo fuerzas por la carrera que se habían pegado desde la cocina. La abuela los miraba complacida, hasta que se cansaba de mirarlos y les decía que ya se podían ir.
- ¡Hala! -decía la abuela-, ya os podéis ir, que ya me encuentro mucho mejor.
- Aracelina, hija -le decía a mi amiga Araceli su abuela-, ¿quieres meterme un poco la manta por ese lado? No vaya a destaparme y coger un catarro.
- Ahora mismo, abuela.
- ¡Qué buena eres, hija! ¡Y que guapa! Mi hijo Jesús y tu madre han sabido hacer una cosa muy bonita. Tienes embobados a todos los chicos del pueblo. Cuando seas mayor viajarás mucho, y conocerás muchos países, sobre todo exóticos.
- ¿Sí, abuela?
- Sí, hija, sí. El mundo árabe se pondrá a tus pies. Y trabajarás en la radio, en Egipto. Donde Cleopatra. Te veo en El Cairo, Aracelina, dando las noticias para todo el mundo. Luego, volverás a España. y seguirás trabajando en la radio, en una muy importante, donde traducirás teletipos en inglés y francés, aunque sólo te pagarán por un idioma, los muy cucos. ¡Anda, Aracelina, dame un beso!
- Sí, abuela. Los que quieras.
- ¡Ah!, se me olvidaba decirte que en esa radio española en la que trabajarás conocerás a un chico escritor, que escribirá cosas sobre mí. Ese chico al que me refiero se llamará Antonio, aunque tú lo llamarás Anthony, y tendrá todos sus ancestros en La Rioja, como tú, Aracelina.
Y así iban pasando los días en aquel precioso pueblo riojano de Igea. Días de lluvia y de vientos. Días de granizo y vendaval. Cuanto peor tiempo hacía, mejor se encontraba la abuela de Araceli en su cama.
-¡Qué bien estoy aquí! -decía doña Ángela-, tan calientita. Y estoy durmiendo muchísimo. En el verano voy a estar súper despejada.
Y así era. De repente, allá por mayo, si el tiempo ya era bueno, la abuela de Araceli, después de siete meses, se quitaba la toquilla, y levantándose de la cama, se dirigía a la cocina, donde estaban los suyos, y les decía:
- ¡Buenos días! Ya me he levantado. Me voy al campo, que hace muy buena mañana.
- ¡Buenos días, abuela! ¿Has descansado bien? -le preguntaba su hijo Jesús, con cierta sorna, ya que es difícil estar cansado después de siete meses de cama voluntaria.
- ¡Menos coña, hijo!, aunque no creas, porque este año el invierno ha sido más corto.
Así era la abuela de Araceli. Una mujer genial, como su nieta, a la que dedico con todo cariño este cuento-relato, este cuento fantástico, lo fantástico lo pone la protagonista. Por cierto, les tengo que dejar porque está empezando el mal tiempo y este año me he propuesto comprobar qué tal se pasa el invierno en la cama, lejos del mundanal ruído y de la agresividad reinante. Por favor, ¿me quieren llamar cuando llegue la primavera?

Antonio Moneo Francia nace en Madrid, España, un 10 de agosto del siglo XX, cuando eran las cinco de la tarde en todos los relojes. Desde pequeño empieza a escribir poesía, quizá influenciado por su padre, que también era escritor. Pasa luego al relato o cuento, para desembocar en la novela.

- Licenciado en Ciencias de la Información, rama de periodismo, por la Universidad Complutense de Madrid, desarrolla su labor periodística desde hace veinte años en Radio Exterior de España, especializado en los temas de Iberoamérica.

- Ha publicado cinco libros: tres novelas y dos de cuentos.
. Esta noche en el Gijón, novela.
. La calle del Amor, de cuentos eróticos.
. La Escalera Mágica, relatos. Libro que mereció el Premio de narrativa "Puerta de Bisagra" en España.
. Papá, ¡no te escapes del Asilo!, novela de la que ya se prepara en Argentina su versión cinematográfica, dirigida por Jorge Polaco.
. Bilbao, crónica de una nostalgia, novela.

- Ha estudiado Arte Dramático, en la rama de Interpretación, en la Real Escuela Superior de Arte Dramáico de Madrid y tiene escritas dos obras de teatro, cuyos títulos son: ¿Y ahora qué? y Buenas noches, soledad; donde trata abiertamente los problemas del ser humano. Antonio Moneo ha trabajado como actor en muchos grupos independientes de su país.

- Está en posesión de muchos premios literarios, entre los que destacan el "Puerta de Bisagra" de narrativa, el "Asimov" de Ciencia Ficción, el "Café Gijón" de novela, dos veces el "Larra" de periodismo, el "Gaviota de plata" de cuentos.

- Ha publicado centenares de artículos y cuentos en periódicos y revistas y ha pronunciado numerosas conferencias sobre literatura y ejercido la crítica literaria.

- El famoso Café Gijón, de Madrid, le premió con la "Primera Silla Primitiva", siendo el único escritor en el mundo que posee este galardón.

-Publica La Pianista del tren y otros cuentos en el cálamo en 2002.

   
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