  
     
    Gatos en la azotea 
 
    I 
    De un extremo al otro de la cuerda  
    sorprendo la impertinencia del gato, 
    su helicoidal soberbia de retar al vacío 
    con la in tensión 
    con la ex tensión  
    de sus miembros casi siempre curvos. 
    Veneramos los puntos cardinales 
    porque sabemos que el camino de ascensión 
    va dejando señuelos en el caos. 
    Te lo dije en el tendedero  
    y te lo repito aquí 
    ahora que nadie nos escucha. 
    II 
    Las niñas son como el diablo. Todas tienen  
    una sillita para dispararte, una sillita 
    para mirar desde la azotea de una ciudad  
    sin mar, el mar. Saben que con su grito 
    estremecen la ausencia. Por eso ríen cuando 
    lloran, ofrecen una mirada lánguida y hacen 
    astillas esa sillita de madera que en 
    realidad todos llevamos dentro. Juega la 
    ronda, juega la trais, juega el tibio 
    estremecimiento de los gatos cuando los  
    niños manchan de agudos pasos la tarde  
    despreocupada. Entiende que la sillita  
    es lo más inadecuado para este fin  
    de siglo. 
    III 
    Las catedrales avanzan hacia su propio destino 
    lentas, sudorosas, (cojimancas). 
    Sólo saben del arrebato silencioso 
    de sus feligreses. 
    Góticas, impetuosas, 
    qué tensa la suavidad de sus arcadas, 
    qué vertiginosos los tendones, 
    qué escritura de signos en las vértebras 
    del templo iluminado por la sombra. 
    Iguales y distintas como los cangrejos, 
    las valvas, los pentáculos de la estrella de mar, 
    la rosa siempre rosa  
    y siempre de otro espíritu. 
    Y yo, el que miro, soy sólo un tonto 
    o un gato. 
    Espacio 
    Carne del espacio, arena del tiempo. Atravieso sus lindes,
    perforo un túnel luminoso en sus pliegues de sombra, abro
    un camino de aire entre capas del aire. No es vacío, es
    otro cuerpo. Angulos lo cortan, lo separan. Puntas del cuerpo
    lo desangran, planos chatos de nuestra geometría lo empujan
    hasta el final de su propia silueta. Pero el espacio regenera
    sus heridas. Donde fue traspasado cierra su magulladura, cose
    en silencio el aire lastimado. No es la nada. El dardo de tu
    cuerpo recibe una caricia. Presencia blanda, casi tibia, acompaña
    los bordes de tu danza. Cicatrices de polvo transparente le dejan
    los pájaros al cruzar. Moldea, arranca un tegumento. Toca
    su fruto, muerde la pulpa que te abrasa. No creas que lo derrumbas,
    él te derrumba, succiona tu ser, imanta tu volumen. ¿Dónde
    los bordes?, ¿dónde las esquinas? Gota de agua,
    se amolda a las formas, convexo donde el otro es cóncavo,
    como el mercurio, bravo animal de sangre. Somos sus turbios huecos,
    puntos que le crecen como una enfermedad sobre la luz. 
    Curva 
    No tiene rostro, tiene manos, 
    tiene ríos en las manos y dedos como juncos 
    y un hálito liviano 
    le hace el amor de un hilo 
    y ella se vuelve tallo sobre el talle, 
    y ondea, 
    ondea sobre su sombra. 
    El que sufre desea habitar su suave patria, 
    el que ama se pierde en su cintura, 
    el que anhela la tiene ungida al aire de sus besos. 
    En ella caben la luna, los pétalos, las mutaciones. 
    Nace donde acampa el caracol, 
    donde comienza la humedad de los trazos 
    que han de volverse ola. 
    Su origen es la huella de la espuma 
    que se apodera del aire 
    donde un ave cruza 
    el impávido cielo del invierno. 
    Su figura es la fuente que surge con el alba 
    y el surtidor de estrellas que devuelve el crepúsculo. 
    Su danza es espiral 
    como su signo, 
    como su ser que asciende hacia la luz. 
    En su canción perfila el nombre de las cosas: 
    anida el humo, 
    emprende la fruta, 
    germina la flama, 
    ase el plumaje del viento 
    en la palabra cisne. 
    Porque es curva recuerda, 
    si no, no recordaba, 
    simplemente diría, o maldiría, 
    pero la curva sueña.  |  
     |