El amor empieza 
									[…] cuando ya no hace falta pero tampoco sobra 
									la vejez de mirarse, 
									cuando la torre de los recuerdos, baja o alta 
									se agacha hasta la sangre. 
									Roberto Juarroz 
								 
							 
					 
					
						La luz llega a la luz 
							nunca a la oscuridad (donde no es alba). 
							Pero yo fui la roca estrellada sobre el piso 
							 -la piedra de Moisés, tabla de Poseidón, aerolitos, ceniza. 
								 
							Y ahora que estoy ciego me ha empezado el amor 
							a dar de bastonazos. 
							De mis ojos (brillantes) me quedan unas piedras 
							silenciosas. 
							Las tengo en cada puño. 
							No las dejo caer, para que mis pisadas no se asusten. 
							Imagino que vuelan igual que las cortinas de mi ventana abierta. 
							El aire, de vino y de salmuera, choca con grandes olas en mi rostro. 
							Miro dentro de mí. 
							En mis ojos torcidos, boca abajo, inicia el fuego: 
							es apenas un fósforo, una astilla de leña levantándose sobre una hoguera coja; 
							hace un chillido azul y rueda a mi garganta con un sabor de azufre. 
							Hay tal oscuridad en mis pulmones, que hasta el aire ha salido 
							también por la ventana. 
								 
							Esta primera piedra de tu templo la hice con mi memoria 
							-que es mi visión de siempre 
							mi deuda con la noche. 
							Por frágil y lejana que ha vivido de mí 
							en un sur tan de nieve como están mis cabellos 
							he observado las cosas entre una bruma espesa. 
							En casa me decían que yo vivía en las nubes 
							y tenía bellos ojos. 
							Por alguna razón me le quedaba viendo a las locomotoras 
							 -dragones que hasta aquí me persiguen- 
							y sabía que las nubes siempre van hacia atrás de nuestros pasos. 
							El tren era otro mundo: la poderosa máquina 
							que nos hacía vivir. 
							A las nubes, las permitía en el aire. 
							A mí, detrás 
							 -siempre detrás- 
							de una ventana abierta. 
								 
							Muchas veces pensé que las nubes que yo tenía en los ojos 
							deberían deshacerse 
							si contemplaba el sol, encima de la torre de mi casa 
							(en el segundo piso) 
							y por más que las lágrimas me cortaban las manos 
							los postigos, cada año más ruidosos 
							cerraban la ventana. 
								 
							Después ya no vi el sol. 
							Pero sé que lo traigo  
							clavado en los zapatos. 
								 
							Esta segunda piedra quise hacerla de tiempo. 
							Pero también se me iba, como se van las nubes 
							y las locomotoras. 
							Sin pasado ni viaje, la mitad del camino 
							era un pitido lento que dejaban mis pasos al regresar a casa 
							con las manos vacías. 
								 
							Creo que el tiempo es algo que se ve 
							(no solo en los relojes). 
								 
							Cuando te pones triste porque no estoy en casa 
							y tampoco he llamado por teléfono 
							me duele ser tan ciego 
							(no solo  
							olvidadizo). 
								 
							Pasa despacio el aire 
							no deshace mis ojos 
							de ceniza. 
								 
							El viento está en mis ojos. 
							Deshoja tus palabras 
							para hacerme saber que hay un azul del mar por mí desconocido. 
							Se lo dan los delfines que han venido a posarse en sus nidos de espuma. 
							También un gris acero si las ballenas varan en sus costas. 
								 
							Nunca vimos ballenas en las playas de Cabo 
							pero puedo saber lo que sentían 
							por el llanto que sale del acero 
							con el golpear  
							del aire. 
								 
							Saco a pasear mis dedos por tus campos. 
								 
							Uno, el de las patas chuecas, abandona el rebaño y pasta sobre la roca agreste. 
							Berrea toda la tarde: pareciera que hiende sus pezuñas 
							hasta abrir algún pozo que me permita verlo. 
								 
							En las noches los lazo, para dormir seguro (y no olvidar el sueño). 
							Y si una noche llueve y me moja el insomnio 
							en lugar de ovejitas cuento nubes 
							y lazos y memorias. 
								 
							Honda es la muerte 
							 -madre honda de mis sienes- 
								para mis ojos  
							piedras 
							que alcanzarán el cielo 
							 si te miran. 
								 
							Embalsamados, mis ojos 
							son unas mariposas 
							-no soportan la luz. 
								 
							Entiendo nuestro amor como costumbre 
							de segundos y sábanas. 
							Con su sabor a tibia manzanilla me levanta y refresca. 
							Pasados los minutos -cuántos, cuántos¾ es de olivo y pimiento. 
							Y después de unas horas de apetito insaciable 
							quedan limpias las ropas  
							de nosotros. 
								 
							Tú tampoco me ves (o yo no puedo verlo)  
							pero siento tus manos en las mías, deshaciendo las piedras del camino. 
								 
							Abro mis ojos  
							huecos:  
							llénalos con los tuyos. 
							Para eso era el bastón 
							de doble mango. 
								 
							 
						Uno es otro cuando ama. 
									Y recién hecho el día 
									toma un poco de pan antes de darse un baño 
									se afeita la maleza 
									y sale a repartirse en los periódicos 
									segundos de la vida. 
									 
									Uno es aquel que lleva su sueño bajo el brazo 
									cuando todos lo dejan en la almohada. 
									Y cuando aquel camina por las calles insomnes, perezosas 
									uno siente en el pecho dos bocanadas de humo: 
									el fuego de los otros. 
									 
									Aquel también es uno cuando piensa 
									que la ciudad es una casa grande, con árboles y flores 
									semáforos y esquinas. Pero los solos 
									dicen que la ciudad es uno. 
									El otro, el que ama, dice: la casa de uno es grande 
									cuando los dos estamos. 
									 
									El trabajo de todos es andar por la vida. 
									 
									Herencia de unos cuantos 
									el sueño es un papel que se desgasta y rompe 
									con las lágrimas. Y se percude si lo tallamos mucho. 
									Un sueño también nos quita el sueño. 
									Uno halla en la vigilia la manera de conservar intactas sus palabras. 
									La palabra que lo hizo y lo enmudece. 
									 
									Pulso de arena. Huellas que son raíces, que son  
									cachorros blancos. 
									Palabra Dios 
									y Dios de la palabra (y de la cifra). 
									Dios es más Dios en cada flor que se abre y en cada flor que cierra. 
									En la montaña que apila el horizonte y en el llano que extiende la mirada. 
									Más Dios entre los grillos 
									 -duendecillos burlones- 
									que al contar las estrellas también pulen el aire. 
									Bajo el inmóvil pez que mueve al río 
									que es el mismo y no es 
									de Heráclito de Éfeso. 
									 
									Pero es más Dios en casa por Schubert y por Verdi 
									(Dios inventó el silencio para que hubiera música). 
									Y una noche se salva por Montserrat Caballé. 
									Y mientras Pavarotti amaina la tempestad de Mozart 
									 -según Idomeneo- 
									el mundo en más pacífico en tus ojos. 
									 
									Uno también es otro cuando escribe.  
									También ama.  
									Y no hace falta música.  
									Hace más falta Dios.  
									No hacen falta palabras.  
									Pero hace falta el otro 
									 
									Uno y otro debían amarse mucho para quedarse en casa 
									en esta única historia repetida. 
								 
							 
					 
					
					
					
						Desbautizar el mundo, 
									sacrificar el nombre de las cosas 
									para ganar su presencia… 
									Roberto Juarroz 
								 
							 
					 
					
						Con luz. 
							como la luz, más 
							que el amor, como el silencio 
							quiero subir a la montaña pensativa, vulnerable 
							a los ojos -la ceguera es una condición- del ave (que no  
							se sabe un árbol) y de la gota de uva (que no está entre las parras). 
							Traer conmigo mis veinte dedos libres, mis cuarenta guijarros, los sesenta 
							minutos que me quedan antes de que el eclipse -último del milenio que importa:  
							el de este día- me devuelva la vista de las cosas y no sepa nombrarlas. 
							Hacer de la montaña la habitación más firme 
							para mis propios ojos (sol y luna) 
							que van a ver el mundo 
							desde el agua. 
							Serena. 
							Sí. 
							Como la luz. 
							Más que el silencio 
							busco arriesgar mis pasos 
							que a bocanadas de humo se adelantan. 
							Los rieles que hasta aquí me han conducido 
							-tus durmientes¾ despiertan a las aves 
							que en mis ojos anidan, y salen a buscar terreno fértil 
							adonde apacentar mis animales, los que llevo en el arca  
							(nuez frágil) de mi boca: no han de ser las serpientes  
							las que primero pisen 
							tus dominios. 
							No serán 
							los insectos venenosos. No las hienas 
							ni el buitre. 
							Los cargo.  
							Sí. Son míos. 
							También yo soy el hombre. 
							Pero al subir, con luz en la garganta, no quiero que la sombra 
							rebautice las cosas que solo he visto en sueños. 
							Que el cordero reconozca en el lobo a las ovejas; 
							el lobo, en el cordero, al lobo. 
							Subir a la montaña 
							pensativo 
							para hacer descender las palabras 
							-las cosas- 
							al (único)  
							silencio. 
								 
								 
							 
						El cuervo, la paloma 
							partieron el primero de julio de mi rostro. 
							Un eclipse parcial cuya hendidura guardo entre las sienes  
							se repite a las cincuenta y dos semanas. 
							La balanza del cuerpo quedó desnivelada: está pendiente un día 
							(la noche de la muerte). 
								 
								 
							El que inventó el silencio llegó hasta la montaña 
							igual que llega el aire. 
							Ninguno vio sus huellas o escuchó su cansancio. 
							Nadie encontró cenizas (si hubo hoguera) 
							ni restos de la fauna doméstica o silvestre. 
							Acaso algunas plumas 
							 -¿de paloma, de cuervo?- 
							las ligeras palabras que anunciaban al hombre. 
								 
							El que lo vio venir, envuelto en su neblina 
							supuso que las nubes habían tocado tierra para abrevar un poco. 
							Esa noche los árboles soltaron sus aullidos más verdes 
							y jugosa, la luna compartió su mirada (quebradiza, lactante). 
								 
							El que inventó el silencio traía el amor encima: 
							con su hojarasca y polen cobijaba sus labios. 
							Descendió de una nube de plumaje metálico, negro y recién pulido 
							cuyos largos vagones eran interminable túnel. 
								 
							El que lo vio bajar a la montaña, desnudo y pensativo 
							dijo ver en su cara las grietas de un primero de julio anterior al eclipse: 
							esto es, dos ojos  
							-como brasas- 
							alimentando el aire de sus pasos. 
								 
							En unas pocas horas (con el frío) dejaron de procrear los dinosaurios. 
								 
							El que inventó el silencio era un hombre robusto 
							con ojos amielados. Hizo su vestidura de un aletear de abejas 
							y un panal fue su casa. Los osos de la noche persiguieron su sueño 
							en la época del frío. Pero al llegar la aurora 
							del fuego de sus ojos hizo una gran antorcha que colgó entre las nubes. 
							Entonces quedó ciego. 
							Los que vieron el sol (que nunca imaginaron) 
							callaron para siempre. 
								 
							 
						La historia de uno siempre es irrepetible 
									frente al otro (así la vivan juntos). 
									Por eso yo te digo: las piedras de tu templo no son más mías que tuyas. 
									yo soy pez en la arena... 
									   pero en la arena vivo 
									un sol que cae en ti como una gota... 
									    y un hambre que no calmas 
									la mirada que no detienes nunca... 
									jamás llega. 
								 
							A los pies de tu templo deposito mis pasos que conocen las dos circunferencias de la tierra, la cruz de la escritura, el estrecho de Bering, los siete grandes mares y lagos interiores de mi cuerpo, los polos de mis ojos, la tundra y los glaciares que ha desprendido el iceberg de toda mi nostalgia. 
									 
									Y al sospechar la fila, enorme, de cirios apagados que van de Alejandría a Alejandría, la gran hilera de migas y pedruscos que guiaron mi camino, quisiera ver un poco no lo que hubo detrás, sino lo que hoy vivimos. Si se han de consumir otros dos cirios, que no estén en mis ojos, aunque la luz sea tibia.  
									 
									Con mi lengua de fuego he intentado la luz de mi camino. No para ver atrás, ni para dejar algo a los viandantes -al fin la sombra propia es la que tizna el cuerpo-. No para asar corderos ni pescado. Soy de una arcilla pobre, de una hogaza pequeña para los peregrinos. 
									 
									Lo que salió de mí, de tanta brisa y trébol quisiera algún murmullo que se integrara al bosque. Y que no desafine a la rana ni al grillo, ni enturbie la oración ancestral de la lechuza. Un canto que fuera como un río: agua que siempre fluye debajo de los árboles. 
									No tengo posesión mayor que mi alma y con esta alimento a las aves del sueño y a las hienas de la melancolía. Si mi vista contuvo a las serpientes, al deseo de la desposesión de la piel en todas partes, en su gruta anidaron mis dos cisnes. Volaron hacia el sur, porque hacía frío. El canto de la muerte, reptante y tan huidizo, no lo miro llegar. Pero debe venir de alguna parte que solo yo conozco (y que no está en la música). 
									Por eso cuando dices:  
									yo soy el pan de vida 
									   el que bebe de mí no muere eternamente…    
									sé que al sur de mis ojos se han colado dos lágrimas 
									que pueden derretir las nubes de aguanieve. 
									 
									 
									Viajamos para buscar harina y levadura.  
									En el viejo fogón quiero amasar la hogaza.  
									Los leños de esta casa los cortamos nosotros.  
									Para no herir (ni con un breve clavo) su inocencia, los atamos con liquen.  
									Las cortinas están hechas de conchas; los tapetes, de escamas.  
									Esta casa tiene mucho de mar, y algo del barro del que fuimos formados  
									nos alcanza para tener un huerto y dos o tres macetas.  
									El sol es otra vela. Dios, el mástil. Nunca nos falta  
									fuego en este barco anclado en que vivimos, porque no hay tierra firme  
									si no la habitan dos. Y los dos se procuran  
									(como el pan). 
									 
									 
									Tal vez en la montaña pensativa, en las mandíbulas abiertas de la tierra, exista un árbol solo, sin dueño, sin frutos y sin nidos, a expensas de las aves que lo hayan cobijado con sus plumas. Un samán ignorante del fuego y la ceniza. De madera profunda y perfumada, sin huellas de jejenes. Con un río subterráneo en cuya agua impasible moja sus pies cansados de viajar por la tormenta. 
									 
									En ese mausoleo quisiera descansar unos minutos antes de estar en pie, cargar con mis guijarros y seguir la molienda de mi sangre y mis huesos. Colgar alguna cuerda que un día fuera la cauda de un papalote grande (hoy es el hilo fino de alguna telaraña), con su experiencia aérea, para sentir que el eco de aquellas hojas idas hace batir las alas de los cisnes y empiezan a volar entre las nubes que lanzó mi memoria en medio de pitidos y zancadas. Y en la cima del árbol dejar mi corazón, como un nido encendido de palomas y cuervos, para que no esté solo, pero siga sin dueño. 
									 
									Y si debo saber de la serpiente y de su mordedura y su veneno -tribu que me persigue desde el fin de los tiempos-, que me encuentren dormido al pie del árbol, como una hiedra más que lo abrigara. Y mis huesos en polvo por mis puños y piedras, sean el abono dulce que una vez cada tanto, cada que al árbol plazca, den luz a una violeta que no haga mucho ruido. 
								 
					 
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					 Luis Armenta Malpica 
					 
					
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