A punto de partir

A León Plascencia Ñol

Vaya que siniestra era la espera. Juntó
sus calcetines en un rincón de la maleta,
desenfundó el arma en su cerebro melancólico
y luego se atragantó del aneurisma
que siempre le hacía falta antes de disponerse
a volar. De un cabo a otro, un continente
de palabras olvidadas
en las rocas. Otro más, por favor. Y
no es que sólo sea un secreto conocido
por ninguno: si es alcohólico –embelesado,
absorto bebe–, ni él se entera.
Todo al fin lento confluye al círculo gravitacional
que se cierne en la taberna que imagina
con crudeza, el rincón donde desagua
uno que otro soliloquio con su propio nombre
travestido. Minúsculos sorbos al vaso, casi infundados,
enarcamiento de cejas. Baja las escaleras y
ya nada es igual
junto a las cenizas que deja caer
al piso.


***

Como un aullido articulado por la yema de los dedos,
un aullido sordo
tambaleándose junto a la sombra.
Una sombra como un precipicio: al comienzo sólo fue
una teoría
en lo más cercano de la nariz que a tientas
se miente
lo que oye
o se hace la que no sabe nada del entierro
a deshoras, apenas un desquite
de insectos embarrados en la piel.
Habrá que estar enterado de esas cosas
que sobrevienen sin avisar,
como una sombra.


Sin City

Dilapidan las concelebradas suertes
en demostrar que cabe su agudeza dentro
de un círculo como el mundo
tambaleándose (malos cálculos en
la tabla de Descartes), la suma
de endiabladas armas de
doble filo (el amarillo
se ensaña): sus apenas
ganancias de estropeados jugadores.


Noche de Circo

Una estopa
con sangre es un oso, y joyas
de utilería,
movimientos espesos
o suaves pasos
de máscara. Lo grandioso
de sobrevivir, amigos
piojos, excelentes pistolas
que nos acompañan, atareados payasos
en escaleras
de viento,
nobles damas de fantasía,
pétreos nudos
los ojos
prolijos en postigos –oigan
las ínfulas del látigo indefenso–, puños
de arena todavía humeantes,
no lo olviden,
es esta noche intensa
de disfraces, gran público
sin actores, figurines
a su carrusel,
....................tomen
lugar.

De Carcoma:

Todavía
entre la nada ni siquiera oscura. El resto
se ve desde aquí, abajo: la torre,
lenguas caídas alrededor,
alfombra de cielos sin redimir
su ruido primordial. Más
cansado el sol de los huesos no puede
estar, como si ello, como el blanco, lo
fuera todo.


Lo veo allí, de ausencia tan presente,
frío y cálido, en medio
de todas las palabras desterradas al pasado,
borradas por
lengua disparatada la mía,
todavía no absuelta, espina o
guadaña, filo éste de noches
sin estrellas sabidas: veo a mi padre
tibio en un charco, despertando,
labrado a mano, otro
sin testamento de fieras, cercano a
los altibajos del aire atrapado en los pulmones:
así he llamado a este saco de cemento
endureciéndose,
hallado en la calle por descuido.


Ya no
más tiranía del agua
en los espejos
fecundados por
la flama. Hoy
atiende al concierto
entre sábanas: aire
redimido
como cielo.


Vaya broma el insidioso cristal
crecido como tumor
en las alas
de los ojos. Simpli-
fiquemos: la turbia casa
arde de bichos.
A contrapelo
suben por las venas
de los pensamientos
a girar los sesos –toboganes
de cuchillos– por si dentro
un rayo parte los huesos,
parte de los huesos.
La ceniza nada cree saber
de lenguas.


La noche es una lanza quebrada
contra el muro de la tarde. Ya
se ha hecho el insomnio
como la humedad en los travesaños de la habitación
bajo la lluvia. En su mente
una gota aterida, como de sudor frío, a punto
del bajante. Ha sido concedido el sueño
que pidió la aurora. Sale
a la circunferencia atrofiada de paisajes
donde nadie espera ver a nadie.


Dátiles, dijo, templos
comestibles,
acertijos.


Mala memoria el cielo sabido
por manos ciegas, aprendiendo
de la piedra. Muros de plegarias
alcanzadas por el fuego (más intenso
después de la sombra).
Instantes perseguidos durante
su invierno,
agujas. Mientras,
alguien que no conoces
edifica tu rostro.


Pero muy poco se ha de saber
de las culebras
que rondan en el
estanque del cráneo.
En su glóbulo
dinamitado, ya la fiebre
–sólo interferencias
en lo blanco del filo,
sólo sándalo para embaucar
a los porfiados–
alcanza las cosas
adheridas
en las neuronas: aquello indefinible
que las hace, las
deshace.


De Once poemas apócrifos:

Las noches blancas se fueron convirtiendo
en un asidero ante la jauría de pensamientos que rondaban
nuestras mentes débiles y nuestros corazones
prematuros,
excedidos en palabras. Cada mónada del universo
nos volvía la espalda,
asqueada del tufo a cadáver que desprendíamos, puestos
a andar sin remedio
por entre el resto de curtidos y experimentados marinos cuya misión
apenas si pudo concretarse.
Los caminos en adelante se alargaban
hasta un confín demasiado lejano. Nuestros cuerpos estaban a punto
de caer en el horizonte cual pesados bultos de papas,
en el desatino de quienes nunca se atreven a zarpar para no alejarse
...../demasiado
de un puerto que aprendieron a odiar
como a ningún otro.

***

El reloj de arena que había recibido como regalo
del flemático e impertérrito capitán, monitoreaba en la disminución
la racha gris en que se iba convirtiendo
la orilla cada vez más abstracta
de su isla. Llevaba a Viernes consigo y se despedía
de una soledad profunda, hasta entonces inquebrantable, una obra
maestra desconocida, a la que habría que prender fuego
en su memoria, tal Frenhofer en el último instante, el pintor
del mayor límite en el arte, si su deseo era
atisbar como el gaviero encumbrado en un mástil a sus espaldas,
un algo poco menos que verdadero
en el resto de su vida
ya sin eso que debía ser él mismo y que se perdía
en la inmensidad de una noche sin estrellas ni palabras
o demonios.

***

A Jaime Luis Huenún

En este lado del mundo nada se sabía
del joven poeta encanecido que
fue a morir a Puerto Trakl. Una mujer
le adivinó el destino apenas observando
su rostro: –Serás una sombra
recorriendo los instantes muertos de tu
condescendiente vida en bares de marineros
borrachos, entre historias tanto o más
trágicas que la tuya. Él había ido a morir,
según supe, pero ignoraba
que en este mar embravecido
la muerte nos esperaba pacientemente
a cada uno de nosotros.

***

Esa tarde, Phileas Fogg tuvo la sensación
de detener el tiempo acariciando
distraídamente
el lomo de un gato. Le parecía que esta muestra
de estima iba bien a su estilo inglés. Podría hacer lo mismo
hasta el anochecer, pensó, entreteniendo sus dedos
en una empresa no del todo trivial. Y es que
este gentleman de talante –dirían algunos– taciturno e ideas fijas
comprendía que el acto deliberado de tener paciencia
atiborraba su memoria de más aventuras
de las que un hombre que las buscara fuera capaz.

***

Nos enfrentábamos con las endebles cimitarras a un enemigo
imponderable, cínico, capaz de matar en el sigilo por
el simple gusto de saciar una sed de asfixia tan exasperante
que debía prohibirse aun a la divinidad.
Tránsfugas, huíamos hacia otra huída
en la desazón,
navegando impávidos la agreste superficie de una literatura
que nos hacía depender
de los ojos de un niño voraz en el verano. En la lejanía veíamos aún,
a través de la polvorienta transparencia de los catalejos,
a los perros uniformados que habíamos sobajado sin resquemor alguno, y
....../hasta
mutilado si su soberbia los llevaba a alzar el tono
frente al Tigre en esos mares de incalculable fiereza selvática.
Ya en el trance del dificultoso abordaje a la arena incierta,
imitando a los ejércitos que por la bella Helena en recias naves
se alejaron de su patria, pensábamos que la meliflua y ausente voz
de Kali, la hermosa de brazos como la niebla
se pavoneaba en un rictus de piedra solventado
por el osado exilio que protagonizábamos fuera de los dominios
de nuestra ambiciosa perdición –nada más que oro y funestas palabras que naufragaban cada vez bajo el peso furtivo de los días
que pasaban como las páginas lentas de un libro–, mujer ésta al fin
poseedora de una seductora lengua de filo nacarado tan precioso
como la espuma que dejábamos tras de nuestros pasos.


***

Luego de navegar sin tregua por el laberinto
críptico del día,
decidimos, antes de arrojarnos uno a uno a la marea insidiosa,
guardar en las bodegas el vino
que debimos haber bebido, junto con
los arpones oxidados y las cuerdas que jamás usamos
en el intento de izar nuestras velas inservibles.
Uno, el más delgado,
escribió cenizas en un madero podrido, para después abalanzarse
resignado
a los peces furibundos. El siguiente,
un contramaestre ojeroso y aturdido por todas las enfermedades
que nunca tuvo en su vida, jugó a los dados su mejor recuerdo, y se echó
sin remordimientos.
El último dicen que fui yo. Lo cierto es que ya habíamos muerto
de un aire sin palabras que significaran
cualquier cosa
y nadie se acordaba desde cuándo.
El capitán, hacía quién sabe cuántas leguas
que se precipitara alevoso al vientre de una ballena,
alegando que la locura de sus marineros
le había hecho oír a Dios.

***

Un ruido lejano de címbalos
oscurecía la pendiente.
Tú bajabas, extrañado,
cabalgando las orillas del Imperio
ante el derrumbe
de díscolos hombres
que clamaban, humillados
por el desafinado canto
de tu espada.

Como niños corrían
sobre jardines de sangre.

***

Mi reino fue comido por los buitres
un día de sol envenenado de números. Yo
huí en camisa por desiertos que parecían
infinitos, infestados
de beduinos rencorosos que me
aceptarían dándome un penoso dromedario para seguirlos
al final de su caravana.
Hemos asaltado juntos reinos mejores
de lo que fue el mío
y, por honor, no nos hemos quedado con ninguno.

   
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