| 
					 A punto de partir 
							 
					
					
						Vaya que siniestra era la espera. Juntó 
							sus calcetines en un rincón de la maleta, 
							desenfundó el arma en su cerebro melancólico 
							y luego se atragantó del aneurisma 
							que siempre le hacía falta antes de disponerse 
							a volar. De un cabo a otro, un continente 
							de palabras olvidadas 
							en las rocas. Otro más, por favor. Y 
							no es que sólo sea un secreto conocido 
							por ninguno: si es alcohólico embelesado, 
							absorto bebe, ni él se entera. 
							Todo al fin lento confluye al círculo gravitacional 
							que se cierne en la taberna que imagina 
							con crudeza, el rincón donde desagua 
							uno que otro soliloquio con su propio nombre 
							travestido. Minúsculos sorbos al vaso, casi infundados, 
							enarcamiento de cejas. Baja las escaleras y 
							ya nada es igual 
							junto a las cenizas que deja caer 
							al piso. 
								 
								 
								*** 
								 
							Como un aullido articulado por la yema de los dedos, 
							un aullido sordo 
							tambaleándose junto a la sombra. 
							Una sombra como un precipicio: al comienzo sólo fue 
							una teoría 
							en lo más cercano de la nariz que a tientas 
							se miente 
							lo que oye 
							o se hace la que no sabe nada del entierro 
							a deshoras, apenas un desquite 
							de insectos embarrados en la piel. 
							Habrá que estar enterado de esas cosas 
							que sobrevienen sin avisar, 
							como una sombra. 
								 
								 
							 
					 
					Sin City 
							 
						 
					Dilapidan las concelebradas suertes 
						en demostrar que cabe su agudeza dentro 
						de un círculo como el mundo 
						tambaleándose (malos cálculos en 
						la tabla de Descartes), la suma 
						de endiabladas armas de 
						doble filo (el amarillo 
						se ensaña): sus apenas 
						ganancias de estropeados jugadores. 
							 
							 
						 
					Noche de Circo 
							 
						 
					Una estopa 
						con sangre es un oso, y joyas 
						de utilería, 
						movimientos espesos 
						o suaves pasos 
						de máscara. Lo grandioso 
						de sobrevivir, amigos 
						piojos, excelentes pistolas 
						que nos acompañan, atareados payasos 
						en escaleras 
						de viento, 
						nobles damas de fantasía, 
						pétreos nudos 
						los ojos 
						prolijos en postigos oigan 
						las ínfulas del látigo indefenso, puños 
						de arena todavía humeantes, 
						no lo olviden,  
						es esta noche intensa 
						de disfraces, gran público 
						sin actores, figurines 
						a su carrusel, 
						....................tomen 
						  lugar. 
							 
						 
					De Carcoma: 
								 
						 
					Todavía 
						entre la nada ni siquiera oscura. El resto 
						se ve desde aquí, abajo: la torre, 
						lenguas caídas alrededor, 
						alfombra de cielos sin redimir 
						su ruido primordial. Más 
						cansado el sol de los huesos no puede 
						estar, como si ello, como el blanco, lo 
						fuera todo. 
							 
							 
						 
					Lo veo allí, de ausencia tan presente, 
						frío y cálido, en medio 
						de todas las palabras desterradas al pasado, 
						borradas por 
						lengua disparatada la mía, 
						todavía no absuelta, espina o 
						guadaña, filo éste de noches 
						sin estrellas sabidas: veo a mi padre 
						tibio en un charco, despertando, 
						labrado a mano, otro 
						sin testamento de fieras, cercano a 
						los altibajos del aire atrapado en los pulmones: 
						así he llamado a este saco de cemento 
						endureciéndose, 
						hallado en la calle por descuido. 
							 
							 
						 
					Ya no 
						más tiranía del agua 
						en los espejos 
						fecundados por 
						la flama. Hoy 
						atiende al concierto 
						entre sábanas: aire 
						redimido 
						como cielo. 
							 
							 
						 
					Vaya broma el insidioso cristal 
						crecido como tumor 
						en las alas 
						de los ojos. Simpli- 
						fiquemos: la turbia casa 
						arde de bichos. 
						A contrapelo 
						suben por las venas 
						de los pensamientos 
						a girar los sesos toboganes 
						de cuchillos por si dentro 
						un rayo parte los huesos, 
						parte de los huesos. 
						La ceniza nada cree saber 
						de lenguas. 
							 
							 
						 
					La noche es una lanza quebrada 
						contra el muro de la tarde. Ya 
						se ha hecho el insomnio 
						como la humedad en los travesaños de la habitación 
						bajo la lluvia. En su mente 
						una gota aterida, como de sudor frío, a punto 
						del bajante. Ha sido concedido el sueño 
						que pidió la aurora. Sale 
						a la circunferencia atrofiada de paisajes 
						donde nadie espera ver a nadie. 
							 
						 
						 
					Dátiles, dijo, templos 
						comestibles, 
						acertijos. 
							 
							 
						 
					Mala memoria el cielo sabido 
						por manos ciegas, aprendiendo 
						de la piedra. Muros de plegarias 
						alcanzadas por el fuego (más intenso 
						después de la sombra). 
						Instantes perseguidos durante 
						su invierno, 
						agujas. Mientras, 
						alguien que no conoces 
						edifica tu rostro. 
							 
							 
						 
					Pero muy poco se ha de saber 
						de las culebras 
						que rondan en el 
						estanque del cráneo. 
						En su glóbulo 
						dinamitado, ya la fiebre 
						sólo interferencias 
						en lo blanco del filo, 
						sólo sándalo para embaucar 
						a los porfiados 
						alcanza las cosas 
						adheridas 
						en las neuronas: aquello indefinible 
						que las hace, las 
						deshace. 
							 
							 
						 
					De Once poemas apócrifos: 
							 
						 
					Las noches blancas se fueron convirtiendo 
						en un asidero ante la jauría de pensamientos que rondaban 
						nuestras mentes débiles y nuestros corazones 
						prematuros, 
						excedidos en palabras. Cada mónada del universo 
						nos volvía la espalda, 
						asqueada del tufo a cadáver que desprendíamos, puestos 
						a andar sin remedio 
						por entre el resto de curtidos y experimentados marinos cuya misión 
						apenas si pudo concretarse. 
						Los caminos en adelante se alargaban 
						hasta un confín demasiado lejano. Nuestros cuerpos estaban a punto 
						de caer en el horizonte cual pesados bultos de papas, 
							en el desatino de quienes nunca se atreven a zarpar para no alejarse ...../demasiado 
						de un puerto que aprendieron a odiar 
						como a ningún otro. 
							 
							*** 
						 
					El reloj de arena que había recibido como regalo 
						del flemático e impertérrito capitán, monitoreaba en la disminución 
						la racha gris en que se iba convirtiendo 
						la orilla cada vez más abstracta 
						de su isla. Llevaba a Viernes consigo y se despedía 
						de una soledad profunda, hasta entonces inquebrantable, una obra 
						maestra desconocida, a la que habría que prender fuego 
						en su memoria, tal Frenhofer en el último instante, el pintor 
						del mayor límite en el arte, si su deseo era 
						atisbar como el gaviero encumbrado en un mástil a sus espaldas, 
						un algo poco menos que verdadero 
						en el resto de su vida 
						ya sin eso que debía ser él mismo y que se perdía 
						en la inmensidad de una noche sin estrellas ni palabras 
						o demonios. 
							 
							*** 
						 
					
					
						
						En este lado del mundo nada se sabía 
							del joven poeta encanecido que 
							fue a morir a Puerto Trakl. Una mujer 
							le adivinó el destino apenas observando 
							su rostro: Serás una sombra 
							recorriendo los instantes muertos de tu 
							condescendiente vida en bares de marineros 
							borrachos, entre historias tanto o más 
							trágicas que la tuya. Él había ido a morir, 
							según supe, pero ignoraba 
							que en este mar embravecido 
							la muerte nos esperaba pacientemente 
							a cada uno de nosotros. 
								 
								*** 
							 
					 
					Esa tarde, Phileas Fogg tuvo la sensación 
						de detener el tiempo acariciando 
						distraídamente 
						el lomo de un gato. Le parecía que esta muestra 
						de estima iba bien a su estilo inglés. Podría hacer lo mismo 
						hasta el anochecer, pensó, entreteniendo sus dedos 
						en una empresa no del todo trivial. Y es que 
						este gentleman de talante dirían algunos taciturno e ideas fijas 
						comprendía que el acto deliberado de tener paciencia 
						atiborraba su memoria de más aventuras 
						de las que un hombre que las buscara fuera capaz. 
							 
							*** 
						 
					Nos enfrentábamos con las endebles cimitarras a un enemigo 
						imponderable, cínico, capaz de matar en el sigilo por 
						el simple gusto de saciar una sed de asfixia tan exasperante 
						que debía prohibirse aun a la divinidad. 
						Tránsfugas, huíamos hacia otra huída 
						en la desazón, 
						navegando impávidos la agreste superficie de una literatura 
						que nos hacía depender 
						de los ojos de un niño voraz en el verano. En la lejanía veíamos aún, 
						a través de la polvorienta transparencia de los catalejos, 
							a los perros uniformados que habíamos sobajado sin resquemor alguno, y ....../hasta 
						mutilado si su soberbia los llevaba a alzar el tono 
						frente al Tigre en esos mares de incalculable fiereza selvática. 
						Ya en el trance del dificultoso abordaje a la arena incierta, 
						imitando a los ejércitos que por la bella Helena en recias naves 
						se alejaron de su patria, pensábamos que la meliflua y ausente voz 
						de Kali, la hermosa de brazos como la niebla 
						se pavoneaba en un rictus de piedra solventado 
						por el osado exilio que protagonizábamos fuera de los dominios 
						de nuestra ambiciosa perdición nada más que oro y funestas palabras que naufragaban cada vez bajo el peso furtivo de los días 
						que pasaban como las páginas lentas de un libro, mujer ésta al fin 
						poseedora de una seductora lengua de filo nacarado tan precioso 
						como la espuma que dejábamos tras de nuestros pasos. 
							 
							 
							*** 
						 
					Luego de navegar sin tregua por el laberinto 
						críptico del día, 
						decidimos, antes de arrojarnos uno a uno a la marea insidiosa, 
						guardar en las bodegas el vino 
						que debimos haber bebido, junto con 
						los arpones oxidados y las cuerdas que jamás usamos 
						en el intento de izar nuestras velas inservibles. 
						Uno, el más delgado, 
						escribió cenizas en un madero podrido, para después abalanzarse 
						resignado 
						a los peces furibundos. El siguiente, 
						un contramaestre ojeroso y aturdido por todas las enfermedades 
						que nunca tuvo en su vida, jugó a los dados su mejor recuerdo, y se echó 
						sin remordimientos. 
						El último dicen que fui yo. Lo cierto es que ya habíamos muerto 
						de un aire sin palabras que significaran 
						cualquier cosa 
						y nadie se acordaba desde cuándo. 
						El capitán, hacía quién sabe cuántas leguas 
						que se precipitara alevoso al vientre de una ballena, 
						alegando que la locura de sus marineros 
						le había hecho oír a Dios. 
							 
							*** 
						 
					Un ruido lejano de címbalos 
						oscurecía la pendiente. 
						Tú bajabas, extrañado, 
						cabalgando las orillas del Imperio 
						ante el derrumbe 
						de díscolos hombres 
						que clamaban, humillados 
						por el desafinado canto 
						de tu espada. 
							 
						Como niños corrían 
						sobre jardines de sangre. 
							 
							*** 
							 
						Mi reino fue comido por los buitres 
						un día de sol envenenado de números. Yo 
						huí en camisa por desiertos que parecían 
						infinitos, infestados 
						de beduinos rencorosos que me 
						aceptarían dándome un penoso dromedario para seguirlos 
						al final de su caravana. 
						Hemos asaltado juntos reinos mejores 
						de lo que fue el mío 
						y, por honor, no nos hemos quedado con ninguno. 
						 
				 |  
    
					
				 |