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					 No es la escritura, 
						es el rastro de la escritura lo que viene 
						entre las luces encendidas. 
						Hay un cielo brillante en esta oscuridad, 
						luces intermitentes, 
						     el vuelo de un avión 
						y la tardanza. 
							 
						  Todo sucede 
						tan deprisa en esta lentitud. 
						        Como el azogue, 
						como tu rostro frente a la mandarina. 
							 
						El viento, las voces 
						de la ciudad, el lento 
						transcurso del asfalto.  
						          Alguna vez 
						recorrí el Parque Nacional 
						    (¿tendría que decir su nombre?), 
						era un aire helado la mañana, 
						un aposento de frases 
						escuchadas en el fragor de los pasos. 
						Lo que se narra y al narrarse crea 
								la sola narración para ninguno. 
							 
						La memoria descendía 
						entre los árboles. Tú 
						en el centro de las cosas. 
							 
							 
						─Hay algo de mí que ya no reconozco. 
							 
							 
						Hay algo que quizá deberías decir 
						aunque la huella sea leve. 
						      Hay algo 
						que se nos escapa. 
						     Vi entonces tu rostro 
						cercano al mío. 
						 “Todo lo que es pasado 
						 queda en una migaja. 
						 Tus manos en su pecho 
						 abriendo en dos el mundo.” 
							 
							 
						Es oscuro el espesor, 
						el verde distraído por la lluvia. 
							 
							 
						Yo estuve allí, lo sabes bien, 
						sentado en esa banca 
						mientras ardía el aire. 
							 
							 
						Podría decir entonces: 
						 “Recargaste tu rostro en mis piernas, 
						 no era una forma de deshacirse: 
						 había obstinación en la dulzura.” 
							 
							 
						Nunca he sabido quién 
						se hace presente. Es una esquirla la voz, 
						la quebrada imagen de nosotros. Nadie 
						entonces, sólo el rumor 
						de lo celeste. 
							 
						En el légamo estaba Dios 
						y aquí la lluvia. 
							 
						Vinieron los pájaros azules 
						de la distancia. Estuve en esa banca, ¿lo sabes? 
						Quería estar en otro sitio, 
						mirando quizá las costas del Golfo, 
						subir a la barcaza 
						y observar el fuerte abandonado, 
						pero estoy aquí, mirando la cordillera, 
						el diminuto río, 
						      las mujeres que pasan. 
							 
							 
						El viento barre una esquirla 
						y una duda. 
							 
						Parece entonces desasida esta voz 
						que se adelanta. 
						         No sé decirlo: 
						el amor arde en el rostro del amor. 
						La querencia ─te lo expliqué alguna vez─ 
						es un término o una palabra que me gusta, 
						pero ahora gira en lo oscuro 
						la sangre y la piel de dos. 
							 
						La felicidad tiene que ser 
						como esas letras 
						que escribiste en la arena del Pacífico, 
						o la oscuridad frente al Mediterráneo 
						y entre las piedras, de quien no conocía el mar: 
						sólo escuchó el rumor 
						y el estruendo de las olas sobre las piedras. 
						       No estuve ahí, 
						no esta voz que se entrelaza. Alguien 
						me lo dijo, ¿lo oyes? 
							 
							 
						 
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						Es este encendido asombro lo que basta 
						para nombrarte a ti. 
						   En medio de la plaza 
						cientos de palomas comen de la tarde, 
						vuelan a la iglesia 
						diluyendo muy despacio 
						lo descifrable. 
							 
							 
						 
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						Hay luces que mitigan los encuentros. 
							 
						No habrá esquirlas que desunan 
						 o muestren lo que nunca fui. 
						Volvería a decírtelo si lo quisieras: 
						no hay mundo para dos heridas, 
						ni un gallo que cruce el rostro de María. 
							 
						Lo cierto 
						en este cielo oscuro. 
						      Es la lluvia 
						una cierta premeditación de los caballos del olvido. 
							 
						Vi entonces un cielo de edificios, 
						un río que se extendía hacia otra costa. 
							 
						 
					• 
							 
						Como quien 
								oyó música 
								dije “el amor”. 
								Como quien 
								dijo algo, no 
								sé qué, alguna cosa 
								y era como una 
								       música 
								y eso era todo. 
						¿Eso era todo, 
						todo? 
						 Una música, 
						entonces, 
						el amor, que 
						era algo para pronunciar 
						frente 
						 al río. 
						  Una cosa 
						porque la cordillera se extiende 
						y no alcanzo 
						a distinguir su oscuridad 
						de paloma. 
						…como el amor. Pero 
						no era cualquiera el nombre 
						entre las nubes. 
						        De un lado a otro, 
						palabras 
						       abiertas. 
						   Igual que 
						palabras. Así 
						la cordillera. Escribo 
						“cordillera”, no “mar”. Aquí no es 
						posible otro nombre. 
							 
						      El amor, 
						la música del amor eran soldaditos de plomo 
						y una mañana 
						de tiburones frente a la costa. 
						 
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