Navajas

(Relato del libro “En torno a Valdepero”, escrito por Pedro Sevylla de Juana y editado por Huerga y Fierro Madrid-2003 ISBN:84-8374-414-7)

A poco más de la media noche, los agosteros, movidos por un muelle interno, se alzaban de los camastros. Cruzaron al momento las mulas unas calles desiertas que van a las eras; moderado, medido, se oyó seco el acompasado ruido de los cascos. En la noche prieta traquetearon los carros siguiendo unos caminos cruzados de magulladuras, obra del agua atormentada y del trajín de las ruedas de hierro. Entre dos luces las arrancadoras bostezaban con los ojos ciegos, buscando a tientas la palangana mediada de agua para sus abluciones. Humo salía de las chimeneas que al contraluz se elevó sereno, calmo; las mujeres prendían fuego en los hogares a la chamada de leña iniciando el día interminable. Descargado el primer viaje, sobre el carro para no perder tiempo, a esa hora temprana mordisquearon los hombres la raja de tocino y el coscorito, dando el primer tiento a la bota. En el interior recio de los chozos de piedra de los corrales -llanura del páramo- vestidos durmieron los pastores en colchón de nías, y antes del alba desayunaron unas sopas de leche recién ordeñada, recibida de la ubre misma en cuerno de vaca o en escudilla de madera. Quejábanse de su encierro las ovejas con insistentes balidos, y puestas en pie, impacientes, arremetían contra las compañeras. Deseosos de aprovechar el avance de la siega que empuja la caza y la arrincona, madrugaron también los cazadores; les esperaban los resecos montes, los valles verdes, las calizas laderas. Recostados en las lindes, rendidos sus cuerpos, los segadores rumiaron un zaraballo de pan moreno, a la espera de la señal que los pusiera, encorvados, en el duro tajo. De modo que al encaramarse el sol a las encinas del monte, y orientar desde allí sus rayos al pueblo, el campo era un hervidero de gente dispuesta.

De una voz fuerte, cargada de indignación, se pasó a los apóstrofes, a las interjecciones, a las blasfemias, a los gritos; y desde ellos se llegó a las manos, a los pies, a la cabeza. A baladros la emprendieron, a insultos, a acusaciones mutuas. El sol calentaba lo suyo ya en el nacimiento, refulgente y enceguecedor; señor de un cielo sin nubes que lo hicieran de menos. Se ha ido inflamando la mañana, sumando rojos tizones a la sangrante hoguera, que cruza lo alto y no tardará en alcanzar la vertical del medio día. Quienes barruntan las mutaciones meteorológicas, debido a alguna lesión antigua o a la metódica observación, auguran una tarde de tormenta.

Lo que comenzó siendo asunto de dos, se ha hecho pleito común de cuantos rondaban por las inmediaciones, viendo u oyendo lo que acontecía. A puñadas se acometen, a sopapos, a empellones. Mas el hecho originario de la desavenencia permanece inalterado, bien visible. Al parecer, entraron las ovejas en sembrado de cebada, y comieron múltiples cabezas de la orilla; podían verse todavía los pajones acéfalos, junto al destrozo de espigas secas abatidas contra el suelo, obra, sin duda, de los animales, de sus patas inquietas, de sus voraces dentelladas. En suma un cuarterón de grano y un real de vellón de desarreglo, treinta y cuatro maravedises de contante; ¿y por tan poca monta se organiza una trifulca que pone en peligro la integridad de los partícipes?

Lo que pasa es que llueve sobre mojado y los labradores se la tienen jurada a los pastores. Lo que ocurre es que los cazadores no respetan lo ajeno, y cruzan los cultivos y los pastos haciendo sendero serpeante, y tanto labriegos como zagales les tienen ganas. Espantan la caza los segadores en su lento avance, aseguran los cazadores; aunque en esas circunstancias, ojo avizor, aprovechan los tiros como nunca. Desposeídos de sensatez sus reproches, acusan a los segadores de procurar la progresión de rastrojos que dejan a las piezas sin resguardo. Perdices, codornices, torcaces, liebres y conejos han de buscar arroyos o linderas pobladas de zarzas, si es que no abandonan el lugar desprotegido. Los desarraigados segadores -forasteros atraídos por una ración de pan de tres onzas escasas, media libra de carne y un tercio de azumbre de vino, a más de un real de plata por jornada de corte- se ponen del lado de quien los paga y abandonan su desasosiego en la pelea. Los pastores quisieran romper a garrotazos los límites que levantan a sus pies, a las torpes pezuñas del ganado; y aunque el pago de Villazalama sea el sitio menos oportuno, dada la abundancia de yerba, memoria tienen de épocas y lugares ingratos. Los hortelanos aprovechan la ocasión de castigar a los pastores que rompen con su rebaño -si no éstos, otros de la misma calaña- las presas. Los de Husillos buscan resarcirse de las afrentas recibidas durante siglos de los de Valdepero, y éstos de los otros. Y los aprendices de bandolero encuentran en el lance oportunidad de curtirse. Las dos mitades del mundo se encaran en la pradera. Lo que sucede es que todos se duelen de un destino duro que no les da ocasión de levantarse contra nada, ni de elevar quejas a un cielo dotado de oídos reiteradamente sordos.

Con esa hechura, el fabulador que da cuerpo y alma a la historia, se imagina la reyerta; y sabiendo que pudo suceder conforme a lo pensado o de manera aproximada, busca intervenir en pasadas épocas, recreándolas. Mas pone sobre aviso a los lectores acerca de su invención, y asegura que sin dar por probados los hechos, a la vista de las indagaciones previas, bien pudieran haber sucedido a la manera del cuento.

Suspendieron transitoriamente su exhaustiva actividad los consumeros del fielato, cuando los soldados salieron de Palencia por la puerta de Monzón. Algunos habían formado parte de la guardia nocturna, otros estuvieron de francachela, pero todos cabalgaban erguidos, marciales. Dando escolta a dos carromatos tirados por mulos, partida en dos, avanzaba la columna con premura, sin descomponerse ni un ápice. Los seguían, al margen, dos oficiales de vistoso uniforme cerrando la marcha.

Palencia posee el encanto de un comercio bien surtido, y de unas calles abiertas a lo extraño; gentes se ven por ellas de muy variadas cataduras. A mayores, los asuntos oficiales, que causan gran respeto a quienes poca formación y mundo alcanzan, en Palencia, sin remisión posible, han de resolverse. Dista Valdepero una legua de Palencia, y alrededor de media de los pueblos linderos entre los que descuella en población y territorio, por lo que suelen sus naturales ufanarse ante los forasteros de un cierto imperio injustificado. Las más de sus familias viven de la labranza, sacando un provecho añadido a los rebaños de ovejas. El pastoreo ocupa no sólo a rabadanes y a los que cinchan queso, sino también a quienes cardan la lana e hilan al pulgar, a más de aquellos que portan madejas hasta los telares de Palencia y Amusco o elaboran en el pueblo estameñas. De ordinario se relacionan sus gentes con las de Villalobón debido a la proximidad y a lo liso del terreno, amén de por ser dueñas de las mejores tierras del término vecino, las cercanas al arroyo Mayor. El camino real que desde Palencia lleva a Santander -transitan por él diligencias y valijeros- une a Valdepero con Monzón; y cualquier labrador puede, en una mañana, llevar trigo en grano a la fábrica de harinas y volverlo molido. Las llanadas de Valdepero, Monzón de Campos y Husillos, están sitúadas en distintos planos -Valdepero arriba- y unidas por un desnivel brusco que convierte en cansado el paseo que los separa. A pesar de ello un diario ajetreo se empeña en enlazarlos.

Haciéndose raya natural entre Husillos y Valdepero -un fragmento exiguo al pie de las laderas- discurre plácidamente el río Carrión. Traza una hoz abierta, por donde el agua se desliza sosegada, y las lavanderas, quienes buscan un higiénico remojón o persiguen la pesca de barbos, tencas, cangrejos y truchas, desde Valdepero acuden a la hoz. Baja por allí la senda de Vallejo, una de las tres vías que unen ambas villas, la más ventajosa debido a que su pendiente es poco inclinada; y al encontrarse con el río lo bordea hasta alcanzar el camino que baja por la Cuesta, el más corto de todos y el de mayor peligro, pues dado lo abrupto del terreno y lo estrecho del carril, no resulta raro que caballerías y carruajes se despeñen. Por no hablar de la ordinaria presencia de bandoleros, dispuestos a suavizar la carga de los transeúntes. Sucede que a la distancia de una voz de la senda, ocultas a la vista, existen unas covachas sumidas en la humedad y lo oscuro, viviendas de quienes no tienen otra: desheredados, malhechores perseguidos por la justicia y algún eremita. Un poco más al mediodía, cerrando con su presencia cárcavos considerables -maravilla labrada por la naturaleza indómita, desfiladeros que apenas puede traspasar un asno- baja el camino conocido como de Villazalama, por unir con tal pago a Fuentes y a Husillos. Avanza esta tercera vía unas doscientas varas hasta encontrarse con las otras dos, y la recorren, principalmente, pastores guiando rebaños. A partir del punto de unión, hecho ya camino único de veinte pies de firme, se dirige a la embocadura del puente que cruza el río a la entrada misma de Husillos. Señorío éste cuya iglesia fue en tiempos abadía afamada y poderosa colegiata.

Las laderas que dificultan las relaciones entre los habitantes de Valdepero y Husillos aparecen salpicadas de endrinos, acederas, carambucos y plantas aromáticas: romero, espliego, manzanilla; y las cubre una hierba recia muy apropiada para el pastoreo. Pastura que en el pago de Villazalama es comuniega y disfrutada con iguales derechos por los ganados de Valdepero y Husillos. Una abundante fauna de conejos, algún que otro zorro, y el huidizo lobo, a más de los volátiles, dueños de un cielo azul, tiran de los cazadores con fuerza; y es frecuente verlos, ojo avizor, recorrer los senderos de cabras flanqueados por galgos.

Sabino y Tirso, zagales de Valdepero y Husillos respectivamente; mozalbetes que presumen de bozo y de una sombra de barba que les oscurece el mentón, están hechos a pastorear sus rebaños desde niños. Se encuentran ambos con frecuencia en los pastos de Villazalama y -hablando de lo suyo y de lo ajeno, jugando, lanzando piedras para probar el tino, peleándose por tantear sus fuerzas- mientras las ovejas retozan y enredan los canes, han forjado una amistad que se muestra inquebrantable si es sometida a prueba en discusiones o porfías. Mastines les ayudan a avecinar el ganado sin mezclas; pues aunque uno a uno conocen ovejas, chivas y carneros, da mucho trabajo poner a cada cual en su sitio. Se basta y se sobra uno solo en esas circunstancias para cuidar de los dos rebaños, así que pueden, a la vez, llevar a cabo alguna tarea en los corrales o acercarse a Palencia bordeando la Miranda. Los amos aprecian el provecho de su destreza, pues crías, leche y lana son más abundantes desde que ellos apacentan. Sabino, mozo alto y recio que la peste dejó sin familia, quiso acercarse a la capital en día de feria, hace de ello casi dos meses. Tirso, joven apacible, primero de siete hermanos, tañendo la flauta hecha con su industria a partir de una caña cortada al borde del río, quedó al cuidado de los dos rebaños. Cruzó Sabino los prados, las tierras pedregosas, los sembrados ralos; pasó cerca de las yeseras, de las canteras de roca caliza, hasta dominar el cerro del Otero y la ermita del Santo Cristo, horadada bajo la cumbre terrena que le sirve de techo. Recorrió en Palencia la ciudad y la Puebla; se acercó al mercado de la calle Burgos, que extiende sus mercaderías ante la iglesia de San Lázaro y el convento de Santa Clara, junto a los soportales, cercano a la salida que lleva a Villalobón y Astudillo. Compró un zurrón en buen uso y una manta de las llamadas de viaje y, sin prisa, recorrió algunas calles que saciaban su interés. Se echó al estómago un buen trago de agua, o cuatro para mayor exactitud, pues en la plaza Mayor probó de los cuatro caños de bronce, y en el pilón redondo de piedra jaspe se refrescó el rostro sudoroso por la caminata. Buscando la sombra, ya que el calor era pegajoso, contempló la soberbia fábrica de piedra y ladrillo que conforma el Hospital de San Antolín y San Bernabé, tan benéfico, tan poderoso, tan rico: sólo en Valdepero posee casi dos centenares de aranzadas de tierra, donadas por personas piadosas en forma de viñas, en su mayoría descepadas y entregadas en arriendo a buen precio. Pasó ante la mansión de don Manuel Peñalba, admirable, y distrajo su curiosidad en la calle mayor mirando escaparates. En el comercio del italiano Julio Mesina halló una herramienta que parecía estar esperándole, y su mirada se quedó fija en ella: pezuña de chivo la cabeza, las cachas de cuerno de toro y una hoja que impone respeto. Entró, preguntó el precio de la navaja, y dicho por el dependiente, salió de la tienda para pensar un momento. La vio de nuevo en la vitrina, y sintió la llamada del acero, de sus reflejos destellantes. Penetró en la tienda deseando tenerla en la mano. Un corte facilitaba a la uña el gesto de aprehender la cuchilla; probó la apertura, probó el cierre, el perfecto alojamiento de la hoja en la cama, en la hendida puchítera, y la atracción se le hizo irresistible. Se acordó Sabino de Tirso y fueron dos utensilios iguales los que compró, sabiendo que allí se quedaban todos los ahorros y los necesitados zahones de cuero. Volvió dando saltos de contento al subir la ladera, desandando el camino hasta llegar a Villazalama donde, los perros primero y después su amigo, lo recibieron con franco alborozo. Mostró Sabino su navaja y Tirso quedó boquiabierto. Era tal la fascinación que el amigo sintió por el instrumento que orgulloso de su gesto, dijo: "Es tuya". No acababa de creérselo Tirso y cuando la duda más le acuciaba, sacó del morral la otra para convencerle de que la suerte tenía dos maneras idénticas de presentarse favorable. Como en sueños se expresaron: "Mataremos cabritos, desollaremos corderos, formaremos figuras de leña, vaciaremos cuencos de madera, cortaremos lías de esparto y presumiremos".

Mas hoy, cincuenta y ocho días más tarde, en los inicios de una recolección que no los deja fuera del todo, en el mismo lugar, sus pensamientos siguen derroteros serios y el diálogo tiene como asunto el incierto porvenir.

-Estaremos aquí, ¿te parece?, en la pradera, en los corrales, hasta que nos tome el ejército para servir al Rey. Con el botín de las guerras haremos dineros y, hechos unos señorones, vendremos en favor de los nuestros. -Declara Tirso.

-Qué se nos da a nosotros del Rey... ¡América!, a América iremos; a Cuba, a Puerto Rico, a Río de la Plata, a su inmensa pradera. El Rey, llámese José, Carlos o Fernando, que se sirva a sí mismo. -Discrepa un Sabino exaltado.

Hablan luego de las inquietantes noticias que dibujan un país sumido en el desconcierto. No saben nada de política pero están recelosos. Y en eso se organiza en el extremo opuesto el revuelo ya mencionado: un segador y un pastor comienzan su perturbadora riña por causa de unas ovejas que han penetrado en el denso sembrado de cebada seca.

Ese mismo día, 5 del mes de julio por más señas, caluroso como sabemos, de buena mañana, los que bregan en la cuesta de la Media Legua junto al camino real de Santander los ven acercarse. Los que en las Altas siegan las cebadas -dichas del canónigo Ribera- pertenecientes al célebre Hospital, los ven venir gallardos y amenazadores. Cabalgan orgullosos en sus corceles negros, enhiestos, fieros, de mirada inhóspita; arropando a dos carromatos vacíos, y son lo menos treinta. Hay algunos jóvenes, otros de mediana edad; en sus cabezas revolotean recuerdos de la tierra madre, de parientes y amigos que quedaron lejos. Buscando un equilibrio inexistente, a las renuncias contraponen las imágenes de gloria que alcanzan a vislumbrar, las condecoraciones, los ascensos, el bastón de mando. ¡Franceses!, ¡soldados franceses!: la voz corre como el agua desbordada. Casi un mes antes se posesionaron de la capital; de arrasar Torquemada venían, de acuchillar a los vecinos todos, niños y mayores; de quemar el pueblo, de arruinarlo desde la propia base. Se trata de bárbaros, de bestias inhumanas; ruinas y cenizas dejan a su paso. Los ven con temor y asombro los agosteros que tienen su faena en el Altillo, y uno de los mozos, caballero en su burro, menos airoso que los franceses pero más rápido, se acerca al pueblo para prevenir a los vecinos.

Llegados al señorío secular de Valdepero se dirigen, como era de esperar, a la plaza del Ayuntamiento; descabalgan y, antes que nada, fijan al poste dos edictos. Uno de ellos requiere la colaboración de los vecinos en la requisa, aportando al ejército amigo legumbres, grano, mantas, harina, y brazos fuertes para cargarlo todo. "Traen la paz y la democracia, la instrucción de los ignorantes, las obras públicas, y la igualdad de los pobres con los ricos", asegura el cartel. Y a modo de explicación, trencilla que ata el deber de unos y el derecho de otros, añade que ellos son "los conquistadores de Europa, enviados por Napoleón a todos los confines para descubrir a las gentes diversas su unidad de destino". Firma, dando al contenido fuerza de ley, el General de División Lasalle, Conde del Imperio. El segundo cartel no es más que el bando del mismo militar dado el 17 de junio en Palencia, por el que la nueva autoridad prohíbe portar armas, blancas o de fuego, incluidas las habituales navajas, herramienta imprescindible en muchas tareas. “A quien en un cacheo le sean halladas será considerado soldado enemigo”.

Encuentran el ayuntamiento cerrado y al alguacil a la puerta, haciendo guardia, dispuesto a servir a la autoridad de hecho, sabedor de la venida de lo que el llama "destacamento aliado". Le ordenan premura en abrir el Consistorio y buscar a los mandatarios del municipio y, a escape, deja franca la puerta y emprende el camino. Aprovechan el lapso los soldados para dar agua y pienso a los caballos, comer un bocado de pan con tasajo y beber un jarro de vino en uno de los dos mesones -el que está junto al arco de la puerta Hondón, seguramente- visto al llegar. Pasado ese tiempo tan prolongado, se personan el Teniente Alcalde Mayor y el Alcalde Ordinario, puestos por el Duque de Alba al frente del pueblo. Ambos conocen las atrocidades cometidas por los soldados en su avance imparable, y traen calculada la resistencia pasiva que pueden oponer a la guarnición de la capital -medio millar de soldados, avanzadilla de un ejército numeroso y dotado de toda clase de pertrechos- y al piquete que acaba de llegar al pueblo. Basados en ese razonamiento, recriminan su acción a las incendiarias de los dictados franceses sorprendidas por ellos al llegar a la plaza. La iglesia y las ermitas son, en su pensar, previsibles objetivos de los invasores: pinturas, tallas, objetos de culto, cruces, copones y patenas, oro y plata. Esas riquezas han oído que buscan. El trigo del Pósito, el grano de las paneras, las legumbres de alacenas y despensas, el ajuar hospitalario, y los lechazos resguardados en los apriscos de las rondas. Queda claro que los vecinos han de contribuir al sostenimiento de los ocupantes. Chorizos y lomos en aceite pueden disimularse, dentro de sus orzas, en los pajares. Lástima que a los marranos -sustento del próximo año- tan alborotadores, no se les pueda esconder en sitio alguno. Tardan en manifestar un aprensión alojada en lo oculto de la mente, un miedo que como padres o esposos no pueden restringir: las doncellas; hay soldados muy jóvenes que no tendrán miramientos, y disponer su guarda puede manifestarse insuficiente. Si los bandidos se conforman con víveres e imágenes, en interés del pueblo, la inteligencia conviene en entregárselos. Peor será si se quedan, ya que el castillo y la Casa Grande pueden tentar a unos jefes que precisan aposento para hombres y bestias

Situados los regidores en presencia de los oficiales que mandan la tropa extranjera -el capitán Bonet y un segundo cuyo nombre no entienden- su tono es conciliador, de capitulación aparente. Por ignorarlo, hablan con el deje lastimero que a todos los déspotas agranda; y si algo dicen de verdad sobre las posibilidades de ayuda, esa verdad se refiere a las deudas contraídas por el municipio, a los censos pendientes de pago, y a las rentas debidas al Duque. El rédito de ciento ochenta mil reales comprometidos al tres por ciento, se suma a obligaciones y cargas, de modo que el compromiso anual alcanza un monto de trece mil reales largos. Esa verdad de su boca quejosa abarca a las malas cosechas sufridas en los granos, y a la merma de vino: "Si les ha llegado a oídos su fama, han de saber que es bien cierta: las uvas mencía y garnacha dan cuerpo a los mostos, sabor a frutas maduras, y un color granate de tonos muy vivos; las bodegas profundas, de temperatura constante, facilitan una fermentación ajustada; las carrales de roble de nuestros montes, cuna y cama, comunican un aroma a vainilla que tiene buen predicamento. Eso es indiscutible, mas la cantidad es cosa divergente, pues si cuando éramos niños, de cada cinco obradas del término municipal -excluyendo montes y prados- una se destinaba a viñedo, ahora la proporción llega a una de cada diez. A mayores, las tierras libradas de cepas son de mala calidad y producen muy poco, algo de centeno, morcajo y avena, lo mismo que los peñascales de los páramos". Todo eso manifiestan los ediles a unos oficiales que escuchan sin entender la esencia. No han traído intérprete y tergiversan lo que oyen y dicen. Los militares gabachos, camada de Napoleón, pagados de sí mismos, se muestran incapaces de admitir virtud a esta tierra y lo mismo a sus gentes.

Han dispuesto los campesinos un tentempié con el fin de ganar tiempo, y mientras los oficiales prueban las bondades de lo ofrecido, queso, jamón y un vinillo del año pasado que ha salido soberbio, el pueblo entero se afana en ocultar todo lo que de valor posee. Ciérranse las mujeres jóvenes -algunas contra su voluntad, pues han oído decir que son mozos guapos los franceses y lucen bigotes- en el falso suelo del escenario, interior del salón de baile donde a veces se representan comedias.

El siete de junio, la invasión francesa, un paseo militar sin más tropiezos que el de Torquemada, llegó a Palencia. Es de dominio público lo acaecido en el pueblo ribereño del Pisuerga, a raíz de obstruir sus gentes el puente que lo cruza tratando de entorpecer el avance marcial. Se conoce, asimismo, que desde el mes de marzo se encuentran en Madrid los franceses; ensálzase el levantamiento del dos de mayo, y no se ignora que los fusilamientos de patriotas duraron tres días completos. Quizá esas noticias expliquen porqué, en la capital, el Obispo y el Corregidor Ortiz pidieron clemencia y muchos vecinos han huido a León. En vista de que han ocupado la ciudad como casa propia, y viven a cuerpo de rey en residencias principales, se cree que los extranjeros han venido con la intención de quedarse.

Alaban los oficiales el paladar del vino, el color y el olor; tan a su gusto, que les parece francés. Se admiran del descubrimiento y piden dos bocoyes de sesenta cántaras. Bajo un sol ardiente crecido en su rigor se acercan al Pósito, dotado sí con seiscientas fanegas de trigo, pero se ultima la campaña y carece de provisión. Desconfía el capitán francés de los alcaldes, y pone a su lado al alguacil que parece más dócil, dirigiéndose a él en busca de información y respuestas. Cuatro cargas envasan en ocho costales que suben a uno de los carromatos. La pobreza del hospitalillo no facilita ocasión a los soldados de apoderarse de cosa apreciable, salvo unas mantas que el alguacil descubre recién llegadas del telar, reemplazo de las que aprovechan a los dos enfermos de tercianas, tan ralas, que se ve la luz atravesar trama y urdimbre, y manchadas, para colmo, del jugo de borrajas que los cura. De la ermita de Jesús Nazareno, pobre de solemnidad, sólo una capa del Cristo, bordada en oro, regalo de los humildes cofrades, pueden llevarse. Postergando la visita al castillo, cuya llave obra en poder del representante del Duque que ya ha sido avisado; y a la iglesia parroquial, al hallarse el cura administrando el viático a un moribundo, dirigen sus miras a la ermita de San Pedro.

Silvino, anciano ermitaño de la Virgen del Consuelo, y sepulturero del Cementerio Municipal, subido a la espadaña con el fin de asegurar el badajo de la campana, los ve acercarse. Tiene su vivienda de encargado adosada al campanario, y la huesera, abundante de calaveras y tibias, hace las veces de huerto; así que ha ido desarrollando creencias sobre la otra vida que no son comunes. Sabiendo forzada a la autoridad no entrega las llaves que piden los alcaldes, y un soldado cualquiera da en el suelo con el cuerpo menguado y lo arrastra inerte tirando de un pie. Es vano el castigo, Silvino no cede. Deciden reventar el portón usando como ariete un banco de roble -medio tronco serrado, el asiento; y las patas, cuatro ramas gruesas- donde suele tomar el fresco el enterrador y su familia: una esposa encorvada y una hija moza de mediana edad con el entendimiento reducido. Resultan sólidas las hojas de la puerta, y aferrados a ellas se intuyen los cerrojos internos; unidad forman barras y tablones y, siguiendo el ejemplo del ermitaño, tampoco ceden. Por indicación del alguacil entran en la casa y sacan a las dos señoras, medrosas, asustadas. En sus mujeres violentan a Silvino; un infame uniformado rasga las ásperas sayas con una bayoneta de hoja brillante que araña la piel. Alma impetuosa en cuerpo gastado, el octogenario hace frente al soldado bandido, y recibe un culatazo en el rostro que basta para derribarlo y concluir su diario penar. La esposa, compañera en las encrucijadas, con tal de evitarle tortura facilita las llaves al capitán de la tropa invasora, y se abraza al marido agónico al tiempo de verle dar las boqueadas. El gentío que se ha ido arremolinando, vecinos incapaces para las labores del campo -abuelos de cráneo desnudo, indignadas mujeres y atemorizados chiquillos- observa la avasalladora actitud de los soldados franceses mordiéndose la lengua. Cargan en uno de los carromatos, de considerables dimensiones para los usos del lugar, algunos cuadros de autor desconocido, dos tallas atribuidas a Alonso Berruguete que forman trinidad con un Cristo, el valioso cáliz y una casulla bordada con hilos de oro. Un chavalillo atrevido -poco más de diez años- cruza un palo en una de las ruedas para que no partan los ladrones llevándose el botín. Un pescozón lo derriba; y un puntapié, ya en el suelo, remata la hazaña valiente de un militar sin entrañas. La madre del niño acomete al verdugo gritando improperios, pero éste la toma de los brazos desnudos, del talle, y la arroja rodando por la alta lindera que bordea el camino de Taragudo y los montes. Los vecinos, con ademán hostil -tres docenas ya- debatiéndose entre el deseo de venganza y el miedo a las represalias, siguen a la cohorte extranjera, al alguacil y a los regidores, hasta el castillo. Los hombres que se afanan en el campo conocen lo que ocurre; esposas dolidas les llevan las noticias, y los motriles encargados del aprovisionamiento. Una orden, un ruego reciben del Alcalde Mayor, del Alcalde Ordinario: "Habéis de permanecer alejados de la villa; nada ganamos con el ataque, el destacamento es sólo una avanzada del cuerpo de ejército que ocupa Palencia".

En la explanada del castillo esperan los exigidos bocoyes, colmados del vino que los franceses encuentran suyo en todos los sentidos. Los soldados disponen las carrales de roble en el carretón, y las sujetan con maromas a las teleras bajas y a los travesaños firmes, sirviéndose de los costales para impedir que rueden. Al lado, los santos, acostados sobre las casullas, cubiertos de doradas capas pluviales, atados con cíngulos, parecen ausentes de su misión protectora. Las mantas abiertas, extendidas sobre sacos de yute pletóricos de garbanzos, lentejas y titos, que cuatro uniformados requisaron de vacuas paneras, colman los huecos y completan el carro. No habiendo llegado la llave, aceptan del alguacil la idea de acometer la puerta del castillo con el carruaje desocupado. Toman de las cabezadas a los mulos, los fuerzan a girar hasta alcanzar la posición contraria, y amenazándolos, golpeándolos, consiguen que cejen, que reculen, hasta fijar los corvejones en tierra y elevar al cielo las manos. Golpea la madera a la madera y en el pulso obligado, sin gran deterioro, cede la puerta. Entran los invasores, observan el patio, se acercan al pozo insondable, recorren las habitaciones, y juzgan el recinto pintiparado para albergar a la tropa y a las caballerías, muy apropiado como almacén de víveres y polvorín. En nombre del General Lasalle y del Emperador Bonaparte toman posesión de la fortaleza; y aunque no dejan guardia, instruyen al alguacil para que el herrero ponga nuevos cerrojos y él guarde la llave. De la Casa Grande parecen no tener noticia, y se salva momentáneamente de la ocupación.

Don Pedro, el párroco, cincuenta años vividos, los diez últimos al espiritual cuidado de Valdepero; flaco, nervioso, recibe a los soldados con las puertas de la iglesia abiertas de par en par. Es pacifista y le producen espanto las armas. Tallas valiosas del altar mayor, madera oscura en su color natural; casullas de gala, tiesas de los hilos de oro que las adornan; la cruz de plata, el incensario del mismo metal, y la custodia que se muestra sólo el día del Corpus: todo ese tesoro deja Don Pedro que se lleven como si fueran baratijas, como si se tratara de viejos aperos de labranza. Rodeado como está de miradas coléricas, amilanado a la vista de los fusiles y los machetes, aturdido por incomprensibles palabras extranjeras, permite sin oposición que los objetos sagrados vayan a parar al carromato, y allí los acomoden entre cuatro tablas a modo de cajón. Tiembla don Pedro al lado de la sacristía; teme acaso que los soldados se acerquen al Sagrario, pues dentro está el Copón donde el Dios del Gólgota descansa tras su sacrificio. Eso hacen: al Tabernáculo se aproximan, y usando un sable como palanca saltan el cierre que no es sino un sortilegio, un ensalmo pensado para elevar al Creador sobre las criaturas, al Salvador por encima de los condenados; una clave válida para situar al Omnipotente arriba de los desvalidos humanos, que sólo arrepentidos de sus flaquezas -blanco el interior como armiño- son dignos de recibirle en su oscura morada. Los ve hacer el medroso don Pedro, y enérgico de una furia que no sabe de donde le viene, como una exhalación se adelanta a los profanadores. Trata de tomar las Hostias consagradas -Cuerpo vivo de Nuestro Señor- quiere comulgar con todas ellas, guardarlas en el recinto sagrado del alma. Ya no siente miedo; se ve gigante y desprecia a las huestes armadas de Satán, desoyendo las palabras sin sentido que profieren. Forcejea con un salvaje, un ateo, un volteriano, con un jacobino enviado del infierno; y lo hace porque ama a Cristo más que a la vida cargada de potencias. Un empellón recibe que lo lanza contra la verja, frontera defensora del Sancta Sanctórun frente a las asechanzas del mundo engañoso. Don Pedro, que padece frecuentes ataques de epilepsia, se agita echando espumarajos por la boca, y bracea y patalea como un poseso. Retroceden los soldados al verlo, quizá creyentes, quizá supersticiosos, y es el propio capitán Bonet quien, para dar ejemplo, golpea reiteradamente el cuerpo con la culata del fusil, y atraviesa el pecho del sacerdote con la bayoneta de uno de los espantados.

Han recibido los agosteros recado de no reñir con los militares, mas las mujeres de Valdepero no entienden los intereses que animan la política, y ante la cruel y despiadada actitud de los franceses, piensan suplir a unos hombres que prestan oídos a la autoridad y se los niegan a la sangre. Hablan en concilio de cuatro, de seis, de quince, porque se van sumando valientes, acaloradas. Hablan de ir al salón de baile y rescatar a las mozas de su propia cautela, y todas juntas, las unas y las otras -armadas de cuchillos tocineros, de atizadores del hogar, de rústicas escobas- asaltar al destacamento francés y cerrarse en el castillo por si vienen de Palencia refuerzos. Ya lo hicieron sus tatarabuelas en 1521, fecha que está grabada en el frontispicio de la fortaleza para que ningún vecino olvide. La mujer del Alcalde Mayor les baja los humos a las cabecillas con unos humos más altos de alcaldesa consorte, y todo queda en intento.

Está bien avanzada la mañana y el calor aprieta de lo lindo, pese a que unas nubes oscuras nacidas al Oeste se acercan al sol. El alguacil, que ha traicionado a su pueblo en varias ocasiones en lo que va de día, por una sola vez engaña al enemigo. En las indicaciones dadas al destacamento que quiere ir a Husillos -sólo en él confían los oficiales- aconseja la parte más quebrada, el camino de la Cuesta, y se ofrece a acompañarlos. Almorzarán en las proximidades de la villa y visitarán la abadía, pues tienen noticia de los relieves valiosos que cubren sepulcros de gente principal. Dos chiguitos, previniendo a los que encuentran al paso, se encaminan a todo correr por el pago de las Brujas hasta Villazalama.

Precisamente en esos pastos ocurre la pendencia que enfrenta, unos contra otros, al mundo entero y verdadero. El bosque frondoso tuvo su principio en un insignificante brote, el caudaloso río fue una fuente; en ésta oportunidad el germen estuvo en un leve reproche, dirigido a un zagal por el segador que descubrió el desaguisado. Recibió como un cantazo el pastor la reprimenda, y contestó con alguna inconveniencia mayor. Su agarrada inmediata resultó un imán para quienes se percataban de cerca o de lejos de lo ocurrido; y ahora, transcurrido un largo rato, salta el calañés por los aires, del jubón de bayeta se toman, del calzón de paño de Astudillo; a tirones descomponen la figura y dan con el oponente en el suelo. Allí las puñadas en el rostro, allí las trompadas en el pecho. Sabino y Tirso defienden antes que a nadie a los trashumantes, a los de chaqueta de piel de cordero, a los que huelen a leche agria; mas no tienen reparos en apoyar a los labriegos, ya sean de Valdepero o de Husillos, y a los segadores recién llegados. La contienda va perdiendo la intensidad inicial, y salvo los heridos a garrotazos que buscan desquite, el resto se acomete con desgana. Dos chavales llegan corriendo como galgos, y anuncian la cercanía de los franceses. Relatan en dos o tres frases -más no se necesitan- los crímenes cometidos contra el ermitaño y el cura, las heridas causadas a los indefensos, los múltiples robos. El exceso de tensión mata la reyerta, llegándose a la única determinación aceptable.

-¡A la cuesta! -grita un segador- allí los sorprenderemos.

-¡A la cuesta! -repite una voz que es un eco de voces, la unión de veinte voluntades al menos- que cada uno mude sus trebejos en armas: dalles, hoces, rastrillos, horcas, navajas, garrotes. -Añade el segador que parece más decidido.

-Poco somos si no recuperamos a los santos y vengamos a muertos y heridos. Poco somos si dejamos marchar a los soldados franceses sin escarmiento. -Así se expresa un desconocido Tirso en la parrafada más larga que de él se recuerda.

Alargan los chavales su carrera para dar aviso a los de Husillos y, al momento, horcas de guinchos puntiagudos -amotinadas, insurrectas- se yerguen amenazadoras; rastrillas de madera exhibiendo unos dientes desiguales, cual pendones de batalla o descabezadas cruces, se elevan hasta las nubes sombrías. Se enarbolan hoces de brillante filo, dalles temblorosos. Cachavas y cayados de fuerte apariencia bailan en el aire. Hondas giran preñadas de piedras. Óyese un fragor de batalla, un rumor de cortejo. Escopetas de relucientes caños se agitan buscando invisibles pechos franceses. Voces airadas maldicen a los culpables de la violencia y la rapiña, votos y juramentos prometen venganza. Sabino y Tirso descubren un uso agregado para sus navajas cabriteras, y de ellas reciben un valor crecido. Hombro con hombro marchan animosos en el grupo que se dirige a la Cuesta. Amigos, hermanos, una espiga forman los que antes se enfrentaban. No les separa el oficio, ni la circunstancia insignificante de haber nacido en un pueblo o en el otro, abajo o arriba; les une la defensa de lo que les hace infelices, un albur que los lleva y los trae tras cosechas inciertas, a través de pedregales infecundos, apremiados por inacabables obligaciones que requieren el tenaz ejemplo del sol para llegar a término.

En los cárcavos se apostan, en las linderas cubiertas de zarzas. Toman posición en los recodos del camino, en las grietas del barranco. Un cazador queda arriba, vigilante de la tropa, ceñido a su perro. Ya no pica el sol, el bochorno parece venir de las nubes moradas que cubren el cielo, de los pajizos rastrojos, de los sembrados enhiestos, de los polvorientos caminos. Llegan los franceses con sus lucidos arreos, con fusiles y sables; a lomos de sus caballos llegan, subidos al pescante de los carros. Son lo menos treinta y de sus frentes resbala el sudor. Piensan unos en sus padres, en sus novias, en las esposas dejadas en la tierra patria, en los hijos acaso; otros, los despiertos, los más perspicaces, se preguntan al paso cansino de los cuadrúpedos, si es ésta la gloria que vinieron a buscar ilusionados; si es ésta la tierra, si son éstos los hombres, cuya derrota les ha de procurar la perseguida fama, si a contienda tan despareja llamaba el emperador Bonaparte, y si los campesinos ven en ellos la grandeza de Francia: igualdad, fraternidad, libertad y progreso. Ya están al inicio de la cuesta y divisan Husillos, cuando unas gotas enormes se mezclan con la tierra suelta de las roderas, formando una mezcla que se hace barro denso. Cien truenos siguen de cerca a cien relámpagos o viceversa.

El diluvio es una realidad alejada del antiguo mito. Se ha concretado partiendo de un cielo negruzco, para precipitarse en un suelo ávido de líquidos, arcilla reseca. Ignorante de la zalagarda el destacamento entra en el declive con los carros situados en el centro de la dividida columna. Uno va lleno y el otro esperan llenarlo en el pueblo que aparece allá abajo, al otro lado del río. Les ha dicho el alguacil que a la entrada hay una pradera y, en ella, un molino; espacio apropiado para acuartelarse. El camino se inclina por momentos; y a la derecha o la izquierda se turnan el barranco y la alta ladera siguiendo un zigzag que busca suavizar la pendiente. Surge una jauría de perros: sabuesos, mastines y los indefinidos, hijos de cien mezclas; obediente a unas voces cuyo origen se ignora, la horda canina ladra a los caballos de los caballeros, a los mulos que tiran de los carromatos, muerde sus patas, espanta su energía. Se alzan de manos las bestias y algunos soldados besan el suelo. Se oyen disparos de escopetas emboscadas; no se distinguen las cabezas que miran a lo largo del tubo, no se ven los dedos que aprietan el gatillo. Cazadores, aprendices de bandido y los bandidos hechos han esperado mudos pegados a la yerba seca; respiran hondo, apuntan con tranquilidad y ninguno yerra. Cuatro, seis soldados se doblan en sus cabalgaduras y resbalan hasta quedar tendidos al borde del carril. En personas armadas de hoces se transfiguran las zarzas, de las cárcavas surgen cuerpos que el chaparrón difumina, en las grietas del barranco nacen figuras espectrales que agitan dalles, rastrillos y horcas. No basta la galga para fijar las ruedas a las hendidas rodadas; crúzanse los carros, siguen la pendiente fácil y su peso arrastra a las mulas. Bestias y carretas descienden dando tumbos, soltando bocoyes de vino, costales de grano, imágenes sacras. Causando un ruido metálico las bayonetas prolongan cañones; se esparcen las órdenes a través de la lluvia, mezcladas con los gritos de pavor y las blasfemias. Los franceses reaccionan, y siguen al pie de la letra el manual que define las maniobras precisas en caso de emboscada. Un pastor cae malherido cuando la hoja ensangrentada de un sable abandona su pecho. Un gorro militar escapa de la cabeza aplastada por un robusto cayado. Cuatro, seis figuras armadas, procedentes de Husillos, se incorporan desde abajo al grupo atacante. Impetuosos caballos sin jinete se despeñan -turbios sus ojos por la líquida cortina, torpes sus cascos en el limo- sumándose a los descoyuntados por las vigas de los carruajes: las patas quebradas, los pescuezos torcidos, los vientres sangrantes donde las astillas se internan, las tripas exhalando el olor de la cebada a medio fermentar. Se recortan en lo alto unos contornos esquivos; varios mozos de Valdepero se incorporan al combate. Momentos antes de esparcir su carga preciosa -el mejor vino de la comarca- los bocoyes aplastan a los que llevan las riendas en el pescante: uniformes empapados de caldo, voces reclamando un socorro que nadie puede prestar. El agua baja con poderoso ruido de arrastre, con rumor de torrente; lavándolo todo -rostros y vestiduras- manchándolo todo.

En su nuevo menester las navajas logran el desquite: fisuras abren a los vientres desguarnecidos, a los sorprendidos costados, cruzan caras y marcan mejillas. Olvida Sabino que es un raposo a quien atacan, un hortelano de Husillos al que dos cobardes, militares de la Francia invasora, intentan matar. Bayonetas manchadas de sangre amenazan su vida, una por el pecho, otra por la espalda. Lo ve Sabino y salta como un tigre apretando la navaja en su puño acerado. Tirso observa el movimiento del amigo y lleva luego su mirada al espantado rostro de quien teme ser doblemente ensartado. Basta una seña -ellos se leen la mirada- y cada uno ataca a un soldado. Los franceses, adiestrados en su oficio, esquivan con facilidad los envites. Aprovecha el hortelano el trance y se escurre como anguila. La rabia que Tirso contagia a su brazo se disuelve en el aire sin más consecuencia. Fatalidad de fatalidades, el empuje que Sabino pone en su navaja, desorientado, se interna en el pecho amigo; y el corazón generoso de Tirso recibe a la hoja del hermano como hermana.

Cesa la catarata y se desvanecen las nubes descubriendo un azul muy intenso; el olor a tierra mojada, a nías húmedas, impregna el ambiente. Sabino, dominado por una pena muy honda que lo ahoga, se sienta sobre una piedra blancuzca, truncada, solitaria; y desde ese punto de mira observa el tétrico paisaje de la cuesta, iluminado por un sol que ya ha traspasado la vertical hace tiempo.

-¡En mala hora compré las navajas! –Exclama Sabino a la vez que levanta la mirada dura y el puño cerrado hacia un cielo que ha recobrado la serenidad.

Ignora a ciencia cierta como se desarrolló el percance, más ya sabe que es el diablo quien templa las hojas de acero. Cree que su torpeza ha robado la vida al amigo del alma, y formando el ánima amiga parte de la suya, queda él incompleto, amputado. La sangre que hace unas horas fluía briosa por las venas, alimentando sueños jóvenes, llevando a la acción los proyectos maduros, se mezcla ahora con el sucio légamo.

-Si en esto consiste la ansiada victoria -se dice asqueado- debiera ponerse sobre aviso a los contendientes antes de comenzar las batallas; porque si esto es la victoria, la victoria en las guerras no existe.

Pregunta su conciencia qué será de los seis hermanos de Tirso, de menor edad que el muchacho muerto, sin padre los pobres y con la madre enferma. En lo íntimo se hace responsable de su suerte, y la liga desde ese momento a la suya. Se irá donde haya dineros, los ganará y ayudará a la familia que él ha desgraciado.

A quince se eleva en el lado civil el número de bajas; cinco cadáveres y diez heridos de importancia diversa: entre los leves cuenta el alguacil, viajero en el carretón desocupado. Del bando militar no quedan supervivientes. Un grupo de caballos que ha salido indemne, mordisquea unos juncos al final de la cuesta, en el pequeño llano que cruza un regato mínimo. Hay soldados víctimas de sus mismas armas, sables, bayonetas, tomadas por los lugareños en defensa propia, en el propio ataque; pero los hay que presentan heridas de navajas, de horcas, de hoces, y esos, ante el temor de una descubierta francesa que aclare el desastre, son llevados al pueblo y arrojados al pozo del castillo, a la corriente subterránea en que se aprovisiona. Antes de dar parte a la tropa asentada en Palencia de lo acontecido en el pueblo, se ensaya el teatro que se ha de fingir. Hombres, niños y mujeres participan en la representación, para que a nadie se le escape un extremo que lleve al ovillo. Restaurada la confianza que en él tenía el Ayuntamiento, el alguacil se revela como un buen consejero. Los muertos propios, caídos en la Cuesta, se colocan en los escenarios del paso francés: el hospitalillo, el pósito, las ermitas, la puerta del castillo y la iglesia. Los vecinos proclives a aceptar en lo inexplicado la intervención divina, encuentran milagrosa la salvación de las tallas robadas al santuario del Consuelo, intactas cuando todo lo demás se ha hecho añicos. Acuerdan restituirlas al lugar de su culto, mas sin volverlas a los altares en previsión de nuevos saqueos; y emparedadas quedan en un esconce bien disimulado.

Inventan, con todo detalle, una explicación del suceso que los exonere de culpas: "Bebieron los soldados en el mesón hasta embriagarse, bebieron los oficiales en el Ayuntamiento; un alto hicieron para resguardarse de la tormenta y, abriendo la espita de los bocoyes, bebieron. Guiaron mal a los mulos que se despeñaron con toda su carga: allí están las duelas tronchadas de las carrales, allí las legumbres y el grano esparcidos, allí las vigas resquebrajadas de los carretones, allí los mulos mostrando sus vientres abiertos, allí están los cadáveres con aliento avinado. Los soldados abrieron pendencia unos contra otros, y unos contra otros los más se dieron muerte, desertando unos cuantos que conservaron la vida".

De la mano muerta de su amigo Sabino retiró la navaja -puchítera de cabra, pata del demonio- y enlazándola con alambre a la suya -pezuña de lucifer- las arrojó con rabia al pozo del castillo, impenetrable, tras los uniformados cadáveres culpables de todo. Evitando enfrentarse a los franceses, temeroso de poner a prueba su rencor, sin tomar hatillo, sin despedirse; escapando de sí mismo e ignorando la causa, camina el desgraciado muchacho hacia el Norte. Se dice que va a agregarse a la cuadrilla de rebeldes encabezada por el Marquesito. Se dice que se suma a la partida guerrillera, porque odiando las armas odia más a los soldados franceses. Se dice que marcha a Lebanza donde quiere ser lego. Se dice que pretende llegar a Santander para embarcarse hacia América.

   
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