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Me pones en los labios Un par de velas encendidas plenas de tinto las copas humeantes candelabros ***** El pincel mueve la mano del hombre dibuja infancias azules el lienzo se regocija en los
colores La mano seducida El pincel pinta de la mano al hombre. 1 En el origen del agua Una supo de la creación No entendió que la fe 22 Uno da el amor que tiene Así el agua no sufre extravío Hay que matar a la madre de un golpe certero, para después velarla a solas y dejar que se asienten: amor y odio, hasta encontrar la herencia que nos dio la vida: su fidelidad que por instinto mantuvo de cualquier forma- el fuego de la casa encendido. Y si así fuera, habría que hallar cualquier otra luz por la cual se mantuvo la fe, y si no fuera así, que nos salve la rabia por el desamor, o la ausencia. Y después de mi duelo, debo buscar la madre a mi justa medida. Y para que así sea, habré llorado y blasfemado, golpeando mi cuerpo hasta que reviente el odio. Para que ese niño que se niega a caminar por sí mismo; a darse amor y perdonar, se atreva a perdonarse. Sólo así se entregará la gran madre; esa que llena de gozo los sentidos y sin palabras, igual que Dios, se va prodigando en el pan de cada día. De lo que guarda silencio y desde
la interioridad nos observa De lo que es entreverado y equívoco El Agua recorre sus venas: ebriedad del canto, de la tanta mar. El agua tiene una graduación de alcohol y sangre que lo enardece. Voluble como el color en que viaja, adopta manadas por algunas olas. Como el mar, así es su dorso, su vientre es blanco, pero en virajes y chapoteos se encuentra por azul completo. Como delfín en el agua encontraba compañía para saltar las crestas y el rompiente. Delfín mucho antes que hombre que el hombre-, descubrió la sal en la punta de su lengua: una partícula minúscula y perfecta en el cuerpo de su compañera. Desde entonces le crecieron manos y ansias: tan embriagante le resultó aquel gusto, que mudó la piel para saciarse. Conquistó lugares en que brotaba a caricias llenas, al simple contacto de la lengua. Sal incluso al garete de otro paladar... delfín que se abandona y abre los ojos cuando un azul rojizo lo inunda... y él se vuelve... se brinda a la humedad crecida, agradeciendo cada gramo que lo estremece. Otros embates húmedos le llegarán con la marea. Su paladar no reconoce penitencia ni red: eso queda para los otros, los hombres. Que así sobrevivan si les place. Él peregrina al buen placer de sus impulsos; dos saltos adelante del pez guía santificado. Para el delfín perfecto, a imagen y semejanza del Primer Marino, existe el mar. La gente empezó
a cruzar la calle Al irse, él se hundió en el humo negro de resina ardiente. Atravesó franjas, pequeños abismos donde su paso parecía esfumarse. Una vez que comenzó a cruzar la avenida, Silenia desde el borde lo vio: sobre las franjas negras alargar vertical su cuello, en una línea mínima e interminable, y someterlo al propio cuerpo, horizontal ahora, para borrarse ante la corriente de las franjas blancas: acumulada como una ola que se estrella en una roca y cede sus formas a la luz. El claroscuro de la cebra se sucedía en un hilo de nada. Pocas horas más tarde, la duermevela quiso volverla inofensiva, de un gris de asno. Entonces era sólo una pasarela curva por la que desfilaban rápidas zapatillas de charol negro y tacón fino. O una charca por la que las botas de ante se abrían paso. Lo cierto es que de la cebra desaparecieron sus fauces de espectro y su geometría peligrosa de negros y blancos, rayando ruidosamente la lejanía. Pero cuando la cebra quedó sola y los rayos del sol calleron sobre el polvo rojizo de la calle, la sombra se alargó desmesuradamente hasta dibujar un sueño en Silenia: unir la ciudad y traer el mar a los lados. Visto lo inflexible de la lluvia,
vueltas de repente Te cuelas en el silencio nocturno
arrastrando la piel de mis labios -No hay viento ¿Dónde está
la cutícula de mis labios? ¿Quién se cuela Acuchíllame en inepta estampida agradecemos me enternecen. Me quieren. Me cuelgan un letrero. De sí mismo partido por
el leve (Te verterá agua hirviente
en el oído Son sin duda las plumas |
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